La encontraban en lo profundo de la tierra y la limpiaban con agua salada para protegerla de las malas energías. Con la piedra obsidiana --vidrio volcánico-- los mayas trabajaban maderas, huesos y carne. Construían armas y herramientas para cultivar y cazar. La colgaban de sus cuellos como piedra protectora y estaba presente en los objetos rituales. Los mayas creían que esa piedra oscura como la noche más cerrada curaba enfermedades del cuerpo y otorgaba protección contra fuerzas malignas. Cercana a la figura de Medusa, la obsidiana era usada como un espejo que devolvía las malas influencias a aquel que las lanzaba. El artista argentino Andrés De Rose (1986, Buenos Aires) se inspira en la obsidiana como piedra filosofal y material, rindiendo homenaje a las sombras, trabajando con el negro y todas sus ausencias. La oscuridad, salpicada geométricamente por planificada luz, imanta entre sus volúmenes, sus planos y sus brillos. Entre sus horizontales clásicas y la irrupción de las verticales que caen manchadas felizmente por otra cultura.
La exposición Nostalgias de un bosque curada por Andrés Waissman conforma un relato en imágenes, una geografía personal del viaje cosmológico. Para De Rose al principio no fue el verbo. El principio está entre la geometría griega y la musicalidad de las formas enseñada por Kandinsky, con una clara influencia de la pintura concreta de Tomás Maldonado. Un blend que no es ingenuo: el bosque se extraña porque hay algo perdido. Esa nostalgia el artista la despliega generando un territorio donde la naturaleza y la cultura se pelean. La pintura se alza como un campo minado, en permanente transformación, repleto de piedras de tinta y sombras que regresan. En el texto curatorial David Nahón escribe:
“La pintura es la práctica filosófica donde Andrés De Rose revela esa misma inquietud por el sinsentido de la cultura, la desesperanza de la vida en la ciudad. Para él, pintar es modelarse una arquitectura nueva dentro del esquema de una ciudad que le resulta hostil pero a la cual no renuncia. En lugar de alejarse, se acerca como un entomólogo a las cosas e inventa a partir de ese contacto donde un insecto es un animal pequeño y al mismo tiempo una tecnología muy compleja. Andrés advierte que la ciudad no convive con la naturaleza, se entiende solo consigo misma y la expulsa. En su obra, la matemática de las líneas rectas presenta ese efecto de aislamiento, mientras que los plenos negros aumentan la percepción de soledad. La geometría es su recurso para corregir el desdoblamiento que distingue entre civilización y barbarie, división que ubica a la naturaleza como antónimo de la cultura. ¿Puede una obra de arte salvar al mundo? No, pero puede traerle alivio del mundo al que la realiza”.
La pintura de Andrés De Rose tiene claridad y giros sofisticados. En ese reenvío a nuestra cultura más primaria indígena, donde negro es cosmos pero también es la oscuridad de la tierra, donde señalaron nuestros ancestros como la materia en la que tenemos que transformarnos en obreros que cavamos para sacar luz.
El viaje comienza con la geometría musical en blanco y negro. Líneas y puntos. Luego asoma algo de Oriente, tintas que chorrean, algas, seres imprecisos que deambulan entre lo orgánico y lo inorgánico. Esa primera tela a lo Hokusai podría ser el interior de una ostra donde las escamas son todavía líneas.
No se trata de un adentro y un afuera. Son dos universos, dos culturas diferentes. Luego de ese estallido, la geometría deviene máquina. La geometría construye el tiempo, fabrica un reloj de tiempos circulares. Algo se cocina allí, en una absoluta austeridad monacal. Es también otra de las cualidades la obsidiana: la elegancia hipnótica del negro. Pero no es sólo sonido, no sólo música, sino que a medida que avanza la obra, aparecen formas, surge la materia. Una hoja o un cuerpo, de texturas negras como la carbonilla con un orificio. Tal vez por donde respira, tal vez es el puente a través del cual pare. O sencillamente es un vacío. Luego aparece la rueda, el círculo. Algo parecido a un insecto pero todavía en el cielo, un satélite en irradiación, allí donde el tiempo se mide a través de la velocidad de la luz. Hasta que hace su entrada, horizontal y alargada, el gran insecto, “Insecto Tecnología”, lo llama el artista. Engalanado con todos los artilugios técnicos y a la vez naturales: círculos, líneas, pelos, antenas, plenos vacíos, espirales y cola. Y de nuevo, aunque con más fuerza y contundencia, aparecen las telas de espíritu oriental que cuelgan verticales con calamares fantásticos de rosas imposibles, acrílico y lápiz sobre revés de empapelado. Qué paradoja. No hay perspectiva, no hay medidas científicas ni arquitectura de la información. No hay perspectiva aérea para invocar realismo ni claroscuros para simular volumen.
Hay texturas, movimiento, antenas, escamas, materia viva que al caer cuelga viva, como una mancha orgánica y cósmica. Aunque una estructura azul, rígida, parece sostenerla generando inquietud. Claramente no es alegría. Es una ideología. Es la belleza como una promesa y la creencia de que en lo maś pequeño reside lo más importante. El poder del tentáculo y de los poros, la brillante protección de las escamas plateadas. Le siguen los conflictos que De Rose plantea en tres cuadros pequeños de una sencillez enorme. Allí vuelve el blanco y el negro. “Multiverso”, nacen los problemas, la dureza de la opresión, los dogmas autoritarios y sus banderas, los enredos de la sexualidad y todos sus pliegues ambiguos, desgastantes y orgásmicos. El viaje desemboca en el último cuadro donde todo se vuelve a deconstruir. Formas primarias. Blanco y negro. Algo se desarma, se sintetiza. De espíritu extraterrestre, ajeno tanto a oriente como a occidente. Bloques de lo que queda. Rastros de un bosque. La construcción de un recuerdo.
Nostalgia de un Bosque de Andrés De Rose se puede visitar en Gachi Prieto Arte Contemporáneo Latinoamericano, Uriarte 1373, Palermo, hasta el jueves 26 de marzo.