Resiliencia o resiliente eran palabras que sonaban extrañas hace 20 años. Hoy son ampliamente utilizadas en los medios masivos y en la academia para nombrar o calificar ciertas personas, pero también a ciudades, organizaciones, ecosistemas, sociedades, economías. Esto es lógico porque su definición de diccionario justamente alude a la capacidad de materiales, mecanismos, sistemas y seres vivos de soportar presiones, adversidades, traumas, agresiones, catástrofes, incluso extremas, poder sobrevivir a ellas, y a veces emerger transformadas para mejor, con nuevas fortalezas. Acá nos interesa en lo que se refiere a los seres humanos. La resiliencia estuvo entre nosotros desde los comienzos de la humanidad. Su estudio adquirió relevancia hace 60 años, pero tanto las investigaciones como la discusión de sus resultados se multiplicaron exponencialmente ya entrado el siglo XXI al constatarse, por decirlo en términos sencillos, que nadie nace resiliente, que la resiliencia se construye, a nivel de sujetos y colectivos, y por lo tanto puede promoverse. Más que la sofisticación de su elaboración teórica (como todo en psicología plagada de matices y controversias), lo que produjo tal proliferación fue el vislumbre de una herramienta conceptual de enorme aplicabilidad práctica en un mundo plagado de desigualdades e injusticias extremas, con estructuras socioeconómicas, políticas y culturales que reproducen y perpetúan carencias y sufrimientos de todo tipo para miles de millones de personas en el planeta.
¿De dónde surge esa noción de “gran aplicabilidad”? ¿Por qué la entendemos de enorme potencialidad en las políticas públicas de salud, educación, desarrollo socio-comunitario, integración e inclusión que forman parte de los proyectos de transformación de la sociedad con un sentido igualitario? Las primeras investigaciones que siguieron el desarrollo vital a lo largo de décadas de niños nacidos y criados todos en contextos socio-ambientales de gran adversidad demostraron que cerca de un tercio de ellos alcanzaron una “buena vida” (consigo mismos y con los demás) adulta. Rápidamente se descartaron razones genéticas que los tornaran invulnerables. Lo que se resaltaba en el análisis de las trayectorias de vida era la presencia al menos de una figura, un otro significativo, familiar o no, que había brindado afecto incondicional. Anticipo de lo que tiempo después Boris Cyrulnik, tal vez el mayor investigador sobre esta cuestión (y él mismo un sobreviviente cuando niño de los campos de concentración donde toda su familia fue asesinada) conceptualizaría como tutores de resiliencia. En América Latina, y en nuestro país en particular el enfoque predominante se alejó de visiones “adaptacionistas” e individualistas en cuanto al vínculo del sujeto resiliente con la realidad social imperante, como queda evidenciado en la mención permanente de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo como ejemplo de resilientes ellas mismas y a la vez promotoras de resiliencia en la sociedad argentina. El psicoanálisis y la psicología del desarrollo, articulando desarrollos teóricos preexistentes contribuyeron a vertebrar lo que en principio eran hallazgos empíricos. Se identificaron y denominaron como pilares de la resiliencia en las personas: la autoestima consistente, las capacidades de introspección, independencia, iniciativa y relación con los demás, el humor (aun en el dolor y la tragedia), la moralidad (extendiendo al colectivo el anhelo propio de bienestar), la creatividad y el pensamiento crítico. Pero más importante aún, quedó claro que estas características son el resultado de procesos interpersonales desde el momento mismo de comenzar a estar en el mundo. Tienen origen social, lo intrapsíquico es siempre primero interpsíquico, tanto en lo emocional como en lo cognitivo, que además nunca están disociados. El bebé comienza a construirse como sujeto a los pocos meses y de modo intersubjetivo, compartiendo la atención, la intención y los estados afectivos con quien lo cuida, sea su madre u otra persona. Esas instancias de construcción de la subjetividad en el vínculo interpersonal con el otro y entre otros se amplía, partiendo de la familia, a ámbitos institucionalmente regulados entre los que destaca, durante la infancia y la adolescencia, la escuela. Pero además existen muchas otras instancias de interacción entre sujetos que ofrecen la oportunidad de promover la resiliencia, de manera deliberada y planificada, en el marco de las políticas públicas orientadas a la inclusión, la igualación y el desarrollo pleno de todas las personas en los campos educativo, de la salud y lo laboral. Es que, si bien muchos trabajadores de la salud y la educación, militantes populares, religiosos, miembros de organizaciones no gubernamentales, socialmente comprometidos y críticamente reflexivos sobre su tarea cotidiana, encuentran en estos conceptos una suerte de sistematización de lo que podríamos denominar “manual de buenas prácticas” producto de su propia experiencia, justamente en ello reside su potencialidad. La resiliencia y su promoción, en una perspectiva interpersonal, colectiva y transformadora, resignifica y complementa saberes académicos y no formales, contemporáneos y de culturas ancestrales, científicos y del sentido común. Integra lo cognitivo/intelectual con lo emocional/afectivo de un modo simple pero consistente, lo cual permite compensar ciertos vacíos, disociaciones o visiones parciales que arrastra la formación de los profesionales de la salud, educadores y trabajadores sociales, por citar aquellas actividades donde lo psíquico o emocional emerge cotidianamente más como obstáculo o sufrimiento que como insumo para compartir mejor la atención, la intención y los afectos en el enseñar-aprender, la promoción de la salud o la creación de entornos socio-ambientales y habitacionales que permitan una buena vida. Complementariamente, y también en la vertiente latinoamericana, se ha propuesto el concepto de resiliencia comunitaria, que identifica como pilares de aquellas comunidades humanas que logran “metabolizar” resilientemente las adversidades a los siguientes: autoestima colectiva, identidad cultural, humor social, honestidad estatal y solidaridad.
Sin embargo, junto a lo que venimos diciendo, seguramente por la pregnancia emotiva que conlleva “el individuo que supera la adversidad”, se ha producido una banalización del concepto en el uso mediático, una difusión seudoacadémica que asimila la resiliencia a una suerte de práctica de “autoayuda” e incluso, en este caso con dispar anclaje científico, se ha desarrollado una variante adaptacionista o funcionalista de la resiliencia aplicable aun al mundo de los negocios. Es aquí donde conviene evitar que el árbol (de los prejuicios) nos impida ver el bosque (de las posibilidades). ¿Por qué privarnos de utilizar en el conjunto social y las políticas públicas lo que ha sido bueno en nuestra vida, la de nuestros líderes y nuestras organizaciones? Lo que desde nuestra perspectiva político-técnica e ideológica significa la resiliencia y su promoción ha sido inherente a las culturas originarias del Buen Vivir y hay rastros de ella también en las avanzadas civilizaciones matrilineales previas a la irrupción y dominio del patriarcado. Pareciera entonces pertinente tener en cuenta su aporte en el proceso de transformación estructural que apenas comienza en nuestro país, partiendo de tierra y trama humana arrasada. Será sin duda un largo camino donde el modo solidario (intelectual y afectivo) de estar con otras y otros, se pondrá a prueba cotidianamente en las aulas, los espacios de cuidado, los pequeños y grandes desarrollos productivos, la convivencia vecinal, la cultura popular. La resiliencia es siempre con el otro y de resiliencia colectiva se trata construir una Argentina para todas y todos.
Fernando Melillo es docente, psicólogo, ex diputado nacional.