El miércoles 6 de enero un hombre sale de su casa. Visitará a un amigo que está en un hospital, siendo devorado por un cáncer impiadoso que lo ha llevado en pocos meses a sentir que llegó la hora de su vida en que debe hacer las paces con el mundo. O con alguna parte del mundo. Que es necesario revelar algún secreto para no arrastrarlo al silencio que lo espera. Organizar algunas cuestiones prácticas. Y olvidarse definitivamente de suspirar mirando la luna. Y para hacer parte de eso necesita de un amigo. Ese amigo que ahora, a las 18, sale de su casa y mira su celular para ver la hora y decidir el medio de transporte que usará para llegar al hospital donde se lo espera. Y que por esa distracción, al poner un pie en la calle, se antepone a las ruedas de un auto. Ese auto que, por haber desviado su camino para esquivar a otro transeúnte descuidado, lo pasa por encima dejando su cabeza golpeada sobre el pavimento. A esa hora, en la ciudad víctima de un arrasador verano. Pavimento que, por otra parte, se chupa una vida sin saber siquiera que está contribuyendo al equilibrio demográfico.

6 de enero, miércoles, 19.30. Una mujer salió de su trabajo más temprano y está en su casa esperando a su compañera. Cocinando lo que a ambas les gusta comer y enfriando una botella de lo que les gusta tomar. Con el propósito de festejar –abrazarse y olvidarse del miedo– que la inseminación, en este intento, resultó y que serán, de una vez, mamás. Y también con la idea de llamar al hombre que ofertó su simiente para que esto ocurra. Y lo llamarán para que venga a la hora del brindis. Para reírse juntos, para planificar los momentos y para elegir nombres. Aunque saben que, de ninguna manera, decidirán quedarse con uno de los que él proponga. Y lo llamarán, y cuando lo llamen no sabrán que su celular permanece aún aplastado en la calle, junto al pequeño ojo de sangre que quedó en el asfalto, cuando los camilleros levantaron su cuerpo para subirlo a la ambulancia.

Jueves 7 de abril, 7.30. La hija adolescente del hombre agonizante que esperaba a su amigo, insiste llamando una vez más. Sin imaginar que ese celular ya no funciona y que ha sido testigo de un fin. Y esa hija llama porque no sabe qué otra cosa hacer. No sabe cómo hablar con ese padre que ya está dejando el círculo de vida que comparte con ella. Quiere que aquel amigo llegue para oficiar de intermediario. El medianero en ese diálogo imposible entre padre e hija. El que colabore para blanquear ese espacio brumoso donde no se conoce casi nada del otro y sin embargo se siente una unión más fuerte que cualquier palabra que amarre. Dos extraños cercanos que han tenido la seguridad, por momentos absoluta, de estar dispuestos a hacer lo que sea por el otro, quién sabe, aún, a costa de la propia vida. Y restará todavía que esa hija se sumerja en la sensación plomiza –a partir de esa ausencia, de ese arrastrar de la muerte– de tener en el pecho un hueco resbaloso lleno de silencio. Imposible de ser ocupado por otra palabra, por otro, por cualquier objeto. Vacío de aquél que otorgó un sentido al haber dado vida, y más allá de todo (y a pesar de) intentó un día sostener la palabra padre.

Esa hija que como segunda llamada le avisará a su psicóloga que faltará a la sesión porque que está en el hospital. Le contará que su padre está muriendo. Y esa mujer, a la que no le gustan los blancos en su agenda, pensará que igual le viene bien antes del siguiente paciente –una psicosis insistente que la confunde, la agota– salir para llevar a su gata al veterinario de la esquina. Porque no la ve bien, la siente demasiado contagiada del calor viscoso del verano y de la tristeza. Y no tiene idea, todavía, que su gata –el único amor constante en su vida– quedará internada, deshaciéndose de los últimos bombeos de aire y de sangre.

Y un canal simultáneo se abre, antes de que ese jueves 7 de enero termine. Un espacio donde no hay palabras. No puede haberlas porque es un viaje de silencio donde ni siquiera existe la posibilidad de regreso como para describir la nada.

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