El director Nicolás Savignone tiene impregnado en su memoria el 2 de abril de 1982 por dos razones. La primera, claro, tiene que ver con la guerra de Malvinas. La otra es más personal, aunque no menos traumática: fue la fecha en que murió su abuelo de un ACV. “Para mí es un día muy particular, sobre todo por esos momentos que se estaban viviendo en mi casa, de mucha angustia, de mucha desolación. Yo lo vivía con mucha incertidumbre en ese momento. Tenía 6 años, estaba por cumplir 7”, cuenta el director de Ni héroe ni traidor, el film de ficción que estrenó el jueves pasado. Tiene como protagonista a un joven argentino de 19 años que es notificado para ir a la guerra y que, poco a poco, va descubriendo que el deber que siente de ir se va modificando por esa loca idea de aventura bélica de una dictadura asesina. “También recuerdo a mi papá en una cuestión dicotómica festejando algo que se estaba festejando en su momento y, a la vez, diciendo ‘Esto es imposible, esto es una locura’. Estaban las dos cosas en él y me transmitía esta cuestión ambivalente”, recuerda el cineasta.
-¿Cómo fue ver a esa guerra con ojos de niño?
-Eso es un poco lo que me motivó, esta cosa de no entender, de no poder codificar lo que estaba sucediendo, de vivir un clima muy angustiante mezclado con la muerte de mi abuelo. Mi mamá estaba muy ocupada con el tema de mi abuelo. Por lo tanto, yo estaba más con mi papá, mis hermanos. Y mi papá era de esos hombres de antes que no se hacían tanto cargo de los hijos. Entonces, se notaba mucho la ausencia de mi madre en ese momento. Por eso, la relación padre-hijo fue lo que me empezó a servir como motor: él tirado en la cama, escuchando la radio, cerrando la puerta para que no escuchemos. Estaban estas cosas que se decían como “Vamos ganando”. Y era absurdo. Mis recuerdos más o menos se centran en ese hogar con mucha angustia y mucha incertidumbre.
-¿En qué medida esta película representa parte de esa infancia?
-Es inevitable, más que nada por una decisión mía de partir desde ahí. Quería contar de un modo genuino lo que fue ese momento para mí. No me quería alejar mucho ni ponerme muy objetivo con una mirada muy histórica sino trabajar desde lo que me pasaba en ese momento. Es por eso que decidí ir tocando estos lugares míos, esta relación con mi padre como punto de partida. Ese ambiente era mi barrio. Yo vivía en el cordón de la ciudad de Rosario, en la calle Ordoñez, que era de tierra. Nuñez, la calle anterior, era la última pavimentada de la ciudad. Ahora es un boulevard, una avenida pavimentada, pero en ese momento era la primera calle de tierra de la ciudad. O sea, estábamos al borde, saliendo de la ciudad. Terminaba el barrio y había un descampado enorme donde jugábamos al fútbol y… a la guerra. Tomé ese imaginario y partí de ahí proyectándome en esos adolescentes que yo sí veía.
-¿Por qué te interesó contar la historia de Malvinas desde el punto de vista de los chicos que fueron empujados a la guerra?
-Me interesaba la preguerra. Esto que viví con tanta angustia y con tanta incertidumbre en ese momento me marcó. Y este trabajo es para entender por qué llegamos a eso, qué estaba pasando en esa sociedad en ese momento histórico para poder tomar semejante decisión, para ser arrastrados por un delirio megalómano de un gobierno de facto. Y cuáles fueron los acontecimientos que hicieron, de alguna manera, que el pueblo se monte sobre ese fantasma de heroísmo, del “que vengan los ingleses que los vamos a enfrentar”. Buceando en eso, traté de entender ese ambiente triunfalista que había dejado el Mundial 78 y cómo, de alguna manera, se montó sobre los mismos ideales triunfalistas. Siempre se criticó que la guerra parecía un partido de fútbol.
-Teniendo en cuenta que también sos médico psiquiatra, ¿cómo crees que puede incidir en la subjetividad de un joven de 18 o 19 años que tiene una vida común y que, de repente, lo obligan a convertirse en una máquina de matar?
-Esto es lo que se pregunta la película: qué sucede con estos contextos adversos, completamente absurdos, impuestos en su momento por un gobierno de facto; qué sucede con estos sujetos en formación, que están creciendo, que se están autodefiniendo, que se están encontrando a sí mismos. No es algo que después no tenga consecuencias. Es toda una generación de los que fueron, de los que murieron, de los que no murieron, de los que se quedaron. Fue toda una generación golpeada por el mismo fantasma en diferentes grados o niveles, pero la guerra puede marcar o destruir el poder de toda una generación.
-No sólo pasó todo eso en la guerra sino que también está el drama de los excombatientes que se suicidaron, ¿no?
-Totalmente. Fue una generación que, a pesar de que las balas no le dieron, la guerra la destruyó de la misma manera. No fueron las balas sino la guerra.
-¿Cómo crees que se conjuga en un joven de 18 o 19 años el miedo a morir pero también el horror de matar? ¿Crees que esto sintieron esos muchachos que fueron obligados a pelear?
-Sí. De hecho, hay muchos trabajos de estrés postraumático. En un momento, hubo un debate en Salud en relación a los subsidios a los excombatientes. Y había todo un cuerpo de médicos negando la entidad de estrés postraumático. Está en los manuales de la Organización Mundial de la Salud, en el DSM, que es el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. Pero había un grupo de médicos negando el trastorno de estrés postraumático. Todo era para no darles subsidios a los excombatientes. Realmente, los hechos de las guerras dejan secuelas enormes en las subjetividades y, en muchos casos, de muy difícil superación. Y se ven en estos estudios los niveles de estrés que esos cuerpos sufrieron, patologías autoinmunes, mentales. Es enorme la cantidad de cuestiones que se fueron descubriendo a partir de que se empezó a estudiar el estrés postraumático.