En 1990, un cartel en la Facultad de Ciencia Política, donde funciona la escuela de Comunicación Social, anunciaba pasantías para estudiantes en Rosario/12. El diario que leíamos todos los días, en el que admirábamos las escrituras de tantas y tantos, como el inolvidable Osvaldo Soriano, se animaba a hacer pie en la ciudad donde no había podido crecer ningún otro diario más que La Capital. Era un sueño cumplido. 

El 1° de diciembre de 1990, al pasar por la puerta de las oficinas de Córdoba y Corrientes donde funcionaba la redacción, las expectativas parecían un globo gigante en el medio del estómago, que no dejaba respirar. Iba a hacer la cartelera, y así fue durante tres años. Después, vendría la posibilidad de escribir, de aprender un oficio en acción, de encontrar una agenda propia. El feminismo era entonces casi desconocido, y su fuerza en la calle tardaría más de dos décadas en estallar.

Pasaron años, algunos a la distancia. El devenir de una redacción se compone de muchas conversaciones, algunos debates, la posibilidad de compartir ideas.  Un hacer colectivo que es mucho más enriquecedor cuando puede construirse como un caleidoscopio. Los colectivos de mujeres, homosexuales y lesbianas, travestis, trans, fueron encontrando un cauce en las notas tempranas. Allá por 1993, las palabras eran otras, los debates distintos, pero ya había espacio en las páginas de Rosario/12 para esas voces que venían tejiendo comunidad, planteando reclamos, disputando sentidos en las calles, en las plazas, en las aulas, en distintos lugares del estado. 

Los feminismos de la ciudad y la región crecieron, fueron tomando protagonismo. Este diario siempre intentó alojarlos, reflejar sus demandas y contar las reflexiones que los atravesaban, denunciar las vulneraciones de derechos, mostrar su heterogeneidad. La muerte de Ana María Acevedo -que hoy podemos nombrar como femicidio de estado- resultó insoportable. Develar lo ocurrido en el hospital Iturraspe entre diciembre y mayo de 2007 se convirtió en obsesión. También encontrar justicia para esa joven de Vera, de 19 años, que había llegado a atenderse a la ciudad de Santa Fe con un cáncer de maxilar y, por estar embarazada, había sido empujada a morir. 

Vinieron primeros los juicios por delitos de lesa humanidad y un día a día que trasuntaban el dolor infinito en la posibilidad de inscribirlos en una condena estatal, las voces de les sobrevivientes y los abrazos con sus compañeres cada vez que salían de esa sala de audiencias donde habían vuelto a pasar por el corazón a les desaparecides. Vino también el lenguaje inclusivo, en continua transformación como la vida misma, como el diario que hacemos.