Entre las palabras y los movimientos de Fernando Samalea se esconde un libro que no es el suyo. El histórico baterista de Charly García –que entre sus innumerables colaboraciones acompañó también a Gustavo Cerati, Andrés Calamaro y María Gabriela Epumer– llega al encuentro con Página 12 en su inmensa motocicleta Idílica –una BMW reluciente con baúl y alforjas de viaje a cada costado– y se sienta con suavidad a la mesa de un bar palermitano para hablar, en principio, de Nunca Es Demasiado (Sudamericana). Se trata del voluminoso libro de más de 500 páginas que acaba de publicar y con el que da cierre a una trilogía en la que narra, con buenas dosis de humor y un detallismo exuberante, sus encuentros mágicos con hombres y mujeres notables nacidos y criados en el rock. Pero la ruta que toma cuando comienza a hablar se abre en otra dirección.
“A mí me hubiese encantado meterme entre las pruebas de motos donde se trata de desafiar las leyes de gravedad y la integridad. Para nada en plan suicida, hacerlo con mucha seguridad”, señala con voz calma al tiempo que se sirve apenas un café sin azúcar, para preservar ese “envase sagrado que es el cuerpo”. A primera vista, Samalea –con su mirada despejada y una sonrisa lacónica que esbozará ante cada recuerdo–, parece surgido de esa biblia contracultural que fue el libro Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta a mediados de los setenta. Un hombre que recorre con parsimonia las rutas norteamericanas al tiempo que aprende a reparar y cuidar esa poderosa máquina que le permite atravesar el viento. Un hombre que se detiene a reflexionar con pensamientos breves y directos sobre aquellas personas que se cruzan en su camino y los paisajes en constante cambio que se pierden ante sus ojos. Así se mueve al interior de Nunca es Demasiado, aunque con una pequeña diferencia: sus rutas son en realidad los episodios íntimos y secretos detrás de las gestas que encendieron el rock hecho en Argentina.
“Lo que me impulsó a escribir tiene que ver con el cariño, el amor a la vida antes de la transformación. No como una nostalgia, si no como una ley inevitable. Ver la estela de las personas, lo que queda en el espacio y el camino que recorrieron”, explica Samalea sobre el origen de este último relato cuyo título radica en la necesidad de “darse impulso y seguir viviendo aventuras”, y con el que completa sus anteriores Qué es un Long Play (2015) y Mientras otros duermen (2017), en los que desanda –como partícipe y testigo privilegiado– la cotidianeidad y la experimentación creativa de los que trazaron el rumbo del rock en la Argentina. “En todos esos lugares que marcaron la noche de los ochenta y los noventa, que ahora quizás son locutorios o supermercados chinos, de alguna forma hay una luz que queda, aunque nadie lo sepa. Entonces ante ese hecho inevitable de la mutación de la vida, escribir es la mejor situación para dejar todo ordenado, un archivo emocional para compartir el conocimiento”.
Si bien los recuerdos evocados por Samalea viajan hasta el fondo de la noche a lo largo de Nunca es demasiado, el libro hace base en el período que va desde 2010 a 2017. Así cobran protagonismo su vínculo naciente con el bandoneón y su rol dentro de ese combinado caleidoscópico que es el Sexteto Irreal, sus viajes a bordo de la Idílica junto a la cantante Marina Fagés –un peregrinaje de 12 mil kilómetros que los llevó por Argentina, Chile, Perú y Bolivia–, sus recitales anómalos junto a Charly García y The Prostitution y el trabajo a la par junto a Benjamin Biolay, el cantante que hizo reverdecer la chanson francesa en este nuevo siglo. En ese entramado rockero y experimental que cruza épocas y sonidos, se van sucediendo imágenes y reflexiones a las que Samalea les imprime una mirada curiosa y minuciosa, devenido una suerte de cronista magnetizado y observador imperturbable de su entorno.
“Lo que más me impulsó a seguir escribiendo es que chicos muy jóvenes querían saber de todo eso que vivimos. Yo soy la antítesis de querer imponerle a la juventud los códigos que yo viví. Siempre les aconsejaría que no hagan nada que tenga que ver con otras épocas, sino que fuesen en busca de un lenguaje contemporáneo”, señala Samalea. “Sería más lindo para mí que los chicos hagan algo que yo no pueda entender mucho. A pesar de eso, por otro lado, sé que había interés y podía mostrarles una época con la que quizás, dentro de cincuenta años, alguien pueda fascinarse así como yo me fasciné con los poetas beats, el tango, el dadaísmo o la Bauhaus”.
-El libro incluso está dedicado “A los jóvenes”. ¿Qué cambios percibís entre el modo de concebir hoy la juventud y lo que significaba cuando te tocó atravesarla a vos?
-La diferencia es que en ese momento no había músicos de rock canosos ni bandas tributo (risas)... Realmente la diferencia sustancial que encuentro es que tuvimos la suerte de que nuestra juventud se dio en paralelo con una revolución tecnológica: las baterías electrónicas, los sequencers, que abrieron un campo totalmente nuevo para melodías que seguían ligadas a los sesenta. Había un sonido revolucionario en el que los científicos de la música tuvieron mucho que ver. Los ingenieros creaban sonidos con los teclados y eso instauró un nuevo concepto musical. El siglo XXI, en cambio, más que nada procuró que los ingenieros reproduzcan los sonidos de los teclados antiguos. Me encantaría que viniese pronto una nueva revolución tecnológica con un concepto sonoro totalmente diferente. Creo que inevitablemente va a suceder. La tecnología tiene mucho más que ver de lo que creemos en la música.
-En Nunca es demasiado procurás mencionar cada instrumento y sus especificidades, y luego te enfocás en las personalidades que se apropiaban de esos instrumentos. ¿Cuánto hay de cada una de esas partes para que se produzca un disco o una canción transformadores de una sociedad?
-Cuando empezamos a ensayar con Fricción y Soda Stereo tocaba para cien personas por ejemplo, ya se veía que Gustavo (Cerati) iba a terminar cautivando a un público gigantesco. Ahí la personalidad se percibía desde un comienzo, lo que encontró en los instrumentos fue una manera de potenciarla. Pero si afilamos mucho el análisis llegamos al clásico filosófico en que todo es realmente un misterio insondable. Si no hay componente mágico yo no le encuentro un sentido real al día a día, necesitamos esa pátina de fantasía que hace que también se den las cosas. Luego si analizo el destino azaroso que me fue llevando, algo que pude hacer al escribir, me doy cuenta de que la suerte fue y es algo clave. Está lleno de gente que toca muy bien y lamentablemente no tiene la posibilidad de desarrollar esa capacidad. Un hecho inadvertido que termina en un contragolpe y una derrota inesperada. Los detalles que tiene la vida son tan asombrosos... Soy muy propenso a quedarme con la locura de lo impensado, a mover esos pequeños límites que tenemos sin hacer daño a nadie. Salir de la normalidad misma y adoptar un carácter excéntrico que te ayude a encontrarle un vuelo distinto a la vida. Esos caracteres son los que busqué retratar en toda esta historia que escribí.
Evans, Zeppelin y Debussy
Fernando Samalea se sentó por primera vez frente a una batería cuando tenía apenas ocho años, cuando por las noches se fascinaba con los relatos de Las mil y una noches. En su adolescencia se plegó a los sonidos progresivos en los que creía ver reflejados el ritmo de su época. Yes, King Crimson y Emerson, Lake & Palmer se convirtieron en su banda de sonido al tiempo que participaba de reuniones esotéricas donde se leían textos del maestro místico George Gurdjieff y también se sumergía en la rama Krishna del hinduismo. Esos mundos entreverados fueron las bases del sonido ecléctico que le imprimió a las bandas propias y ajenas: una rudeza ilustrada que mezcla iguales dosis de potencia y ensimismamiento.
“Cuando estaba con gente muy marginal me veían como alguien que ordenaba las palabras de forma más académica y así también podía entrar en fiestas exclusivas, aunque no era un adinerado ni mucho menos. Siempre quedaba raro y terminé aceptándolo”, dice Samalea ante la pregunta de cómo una personalidad puede determinar el sonido de un instrumento. “En mi caso coqueteo un poco con cada cosa y termino sin ser algo específico, tanto en la música como en la forma de escribir. Me atraen tanto Bill Evans como Led Zeppelin o Claude Debussy. Puedo intentar escribir con humor pero me gusta la idea de hacer emocionar. Toco el bandoneón pero no soy tanguero, en la batería no soy exactamente un rockero. Finalmente siento que pude hacer toda esa diversidad un estilo. Lo que encontré después de dar muchas vueltas con la música, es que te topás con valorar cosas mucho más simples: la bondad, ayudar a alguien que lo necesita. Eso empieza a tomar un lugar más grande que alcanzar nuevos objetivos en el plano musical. Sigo siendo como un chico hiper excitado por el devenir, pero hay algo que se activa cuando conseguís determinadas cosas, ahí podés relajar esa parte para ir hacia otros terrenos”.