Parte de la fascinación que genera la literatura de Lucia Berlin tiene que ver con cierta cercanía. Sus cuentos dan la sensación de que escribir es simple; como si existiera un deslizamiento armónico entre las palabras y sus correspondencias, aunque muchas de éstas sean dislocadas o directamente delirantes. Hay un tono de naturalidad: una amiga nos está contando su vida. Ese hechizo empezó con Manual para mujeres de la limpieza , la selección póstuma de sus mejores relatos que la convirtió hace cinco años en una de las escritoras norteamericanas más reverenciadas de los últimos tiempos y en un fenómeno literario que no se detiene con traducciones a decenas de idiomas. Por el éxito sostenido de ese libro, sus hijos decidieron seguir tirando de la cuerda. En 2018 Mark Berlin recopiló en Una noche en el paraíso los cuentos dejados de lado en la primera antología y su otro hijo, Jeff, se ocupó de juntar textos, cartas y fotos de la escritora para un proyecto de autobiografía que quedó trunco por su muerte de cáncer a los 68 años. Ya circula en Argentina Bienvenida a casa, el libro donde la vida de Berlin ya no aparece camuflada en ficciones sino en forma de geografías y anécdotas epistolares, dos de las actividades más ejercidas por Berlin: mudarse y escribir cartas; una como consencuencia de la otra.
Desde que nació en Alaska, Lucía se la pasó girando por pueblos mineros de Estados Unidos por la profesión de su padre. Allí vivían en condiciones poco habituales para su clase media: casas compartidas con otras familias y poco acceso a servicios, escuelas rurales y vida de campamento marcaron su primer entorno infantil. El periplo la llevó, de adolescente, a Santiago de Chile, donde la familia vivió entre el lujo de los expatriados durante cuatro años: una temporada que marcaría de por vida a la escritora. Allí no solamente aprendió español y lo integró para siempre a su mundo lingüístico sino que entró en contacto –a pesar de su burbuja- con el Chile pre-revolucionario de la década del ’50 y descubrió su pasión por la literatura. Dos de los mejores relatos de Berlin son “Andado: Un romance gótico” , y “Buenos y malos”, ambos escritos a partir de esa esa vida aristocrática a la que tuvo acceso en Santiago de Chile. Gracias a Bienvenida a casa, los lectores pueden trazar líneas más directas entre aquello que sólo se podía adivinar en su ficción: que todos sus relatos están escritos a partir de retazos de su vida. Sin embargo la publicación de estos materiales netamenta autobiográficos deja en evidencia, justamente, el trabajo finísimo de escritura que hay en sus ficciones.
Si en sus cuentos las geografías y anécdotas brillaban por su mirada, aquí hay una voluntad de poner orden, de fijar, lo que fue una vida de gitana entre parejas tormentosas y cuatro hijos a los que había que mantener con trabajos alternaban la costura –era una buena modista- hasta la limpieza de casas, pasando por puestos de administrativa. Todo eso en medio de su alcoholismo y maridos adictos o maltratadores. Eso la llevó a vivir, tal como lo había hecho en su infancia, en los lugares y condiciones más disímiles. Desde un hotel en Acaculpo rodeada de dealers pasando por una casa de adobe sin agua corriente en Nuevo México. De allí a Nueva York a departamentos de un ambiente, mutando de vida cada pocos años. Al igual que en su infancia, Berlin se sobreadaptó a la vida que le tocaba y a la que intentaba imprimir humor a pesar de los bajones y la dependencia emocional. Lo único estable en su vida, además de sus hijos, fue la escritura. Siempre escribió y siempre publicó. A pesar de los pañales, los maridos, los vasos vacíos y las resacas. Las locaciones de su vida --y el telón de fondo de sus ficciones-- aparecen en la primera parte de Bienvenida a casa. En descripciones que por momentos pueden resultar tediosas, Berlin escribe, se nota, para recordar y fijar. Las personas que se han movido tanto necesitan hacer un recuento. La enumeración de lugares llega hasta el paroxismo con una lista genial que hizo en los años ’80 sobre las características de las 18 casas en las que había vivido. Ahí aparecen desde problemas de cucarachas, hasta incendios --“la quemé”-- pasando por caños rotos y avalanchas. La vida puede ser narrada, también, en forma de inventario, como bien lo sabían los escritores oulipianos o los poetas de la generación Beatnik, a quienes ella supo frencuentar.
Si el estilo de las locaciones es más bien descriptivo, en el epistolar --segunda mitad del libro-- es donde aparece la acción. Allí los fanáticos de Berlin reconocerán su tono, entre el desparpajo y el asombro, contando las peripecias de su vida y sus amores. A veces con dramatismo – usa muchas mayúsculas- y otras con un desenfado como si estuviera hablando de otra persona, aparece esa mujer que cuenta. Escribe sobre mudanzas (y sí), amores y literatura. Esa es quizás la parte más interesante: cuando reflexiona sobre su condición de escritora. En las cartas --la mayoría dirigidas a su amigo poeta y mentor Ed Dorn en la década del ‘60-- aparecen sus inseguridades a la hora de considerarse una autora y las negociaciones con su agente y editoriales, aspectos que cobran un carácter casi absurdo vistos a la luz de su éxito póstumo. Berlin publicó siempre en revistas literarias y en tiradas chicas. Fue algo así como una escritora de culto que terminó sus días dando clases de escritura creativa y viviendo en la casa de su hijo en Los Angeles, dependiente de un tanque de oxígeno. Para cualquier otra persona esta habría sido una vida de fracaso. Pero si hay algo que aparece con fuerza en las cartas y se traduce también en su literatura es un vitalismo a prueba de todo. Un optimismo que lindaba la negación --o un mundo interior tan rico que lo demás no importaba-- y que parecía saber que nada de lo que hacía era en vano porque al fin y al cabo, como repetía cada vez que le preguntaban sobre la relación entre vida y la literatura: “la historia es lo que se cuenta”.