A primera vista, hay que decir que El precio de la verdad guarda concomitancias especiales con Tierra prometida, de Gus Van Sant: películas de cercanía amable con el espectador, realizadas con pericia justa, a partir de temáticas importantes y acordes con la agenda: contaminación, corporaciones y usura, la fe en el sistema. Las dos tienen laureados directores, y las dos apelan a la raigambre rural como manera de volver a las fuentes, a lo que importa, a una escenario más puro por sensible al denominado “american dream”.
Para quien hubiese visto sólo El precio de la verdad, bien hará en acercarse a otras películas de Todd Haynes, como la caleidoscópica I’m Not There; el melodrama Lejos del paraíso, de anclaje en el cine del maestro Douglas Sirk; o la miniserie extraordinaria que es Mildred Pierce, a partir de la novela de James M. Cain. Otro tanto podría decirse de Gus Van Sant. En todo caso, lo que asoma es cómo estos directores van o vienen entre apuestas suyas y otras quizás impersonales. Tampoco se trata de acusar a ciertas películas por una narrativa más “legible”, sino de señalar cómo tales films ofician en la obra de sus directores de un modo distinto, tal vez no mejor.
El precio de la verdad no está a la altura del mejor Haynes, pero es infinitamente más atendible que Tierra prometida. Si se trata de buscar películas “amables” (o malas, como Descubriendo a Forrester), Gus Van Sant se lleva los laureles. El caso de Haynes es otro, y con El precio de la verdad (tan aborrecible el título aquí elegido, así como diferente de los matices que encierra el original “Dark Waters”) oficia de modo coherente con su cinefilia y una poética atenta con el margen, con quienes habitan (o habitaban) la periferia cinematográfica: el amor homosexual en Carol, el glamour purpúreo del glam rock en Velvet Goldmine, la relación extramarital e interracial de Lejos del paraíso.
En El precio de la verdad la voz está puesta en el pueblerino, en el hombre del interior y trabajo profundos. Es él quien irrumpe en el silencio de alfombra del estudio de abogados. A los gritos. Que lo defiendan, porque el agua de la que bebe su ganado le carcomió la propiedad, le mató los árboles, le deformó y aniquiló los animales. De ese pueblo, de Virginia, es también Bilott, el abogado a quien este hombre implora ayuda, mientras despierta los recuerdos de una vida que parece pretérita.
Mark Ruffalo le provee a su personaje, Rob Bilott, la carnadura necesaria para ser cansino y empecinado. Agobiado por una responsabilidad que lo consume y una prosperidad que le viste elegante. Entre el pueblo y la ciudad se inscribe su caracterización, entre el peso de lo vivido y lo que ahora sucede, entre la raíz materna y la fascinación urbana. Además, con el peso de una familia que crece y le acerca, en más de un sentido, al George Bailey de James Stewart en Qué bello es vivir: la consumación del “sueño americano” conlleva la supresión de otros, así como el despertar a una pesadilla. No es casual que una de las escenas contenga un clima navideño, así como sucede en más de un sentido en el film de Frank Capra.
A su vez, la película de Haynes se articula desde las denominadas “historias reales”, a partir del artículo periodístico que diera cuenta de la batalla que el abogado Rob Bilott entablara, por décadas, con la compañía DuPont, envenenadora real de la localidad de Virginia y de casi toda la humanidad. Lo notable, hay que decirlo, es cómo el cine norteamericano continúa en su tesitura de exponer aun aquello que más debiera incomodarlo. Con nombre y apellido. En este caso, el de una de las firmas más características de este entramado social y económico que se denomina sistema.
Al respecto, hay un par de cuestiones que vale subrayar. Porque la confianza en las empresas que la gente del común señala se traduce en un comportamiento que enfrenta a cercanos antes que poner en duda el hacer corporativo. “Son gente buena”, dirá alguien. En este sentido, un cartel comercial de neón, de la cadena de tiendas “Family Dollar”, brilla explícito en su ironía. Así otros logos y nombres de empresas reales. Por otra parte, el Bilott de Ruffalo en algún momento caerá presa de un vértigo que lo tiene a punto de colapsar. Ya cansado, casi loco, dirá que el sistema es un engaño. Que la única manera de reaccionar es defendiéndose a uno mismo. Pero la razón le dicta que sólo desde el acuerdo compartido, con la ley en la mano. Así, se sitúa curiosamente cerca de otro de los personajes de James Stewart: Ransom Stoddard, el hombre de los libros y confianza en la ley de Un tiro en la noche, de John Ford.
En Haynes, la recurrencia al cine clásico oficia como sostén y lugar desde el cual desplegarse. El precio de la verdad bien podría pensarse y con razón como una película de abogados, una más, acorde con la tradición del género. Nada mal que así sea. Con la virtud de encontrar su razón de ser en lo que en algún momento el granjero del comienzo, pronto a morir de cáncer, dirá a Bilott: que lo sepan todos. Y se sabe que cuando el cine habla, lo hace de una manera acorde con el tamaño de su pantalla.
Finalmente, hay un rasgo de la puesta en escena que resulta singular, y tiene que ver con la caracterización de la granja maldita, la que ha sido tocada de manera letal por DuPont y sus químicos de teflón. Su atmósfera es la de la casa Usher de Poe. Gris ceniza. La muerte le circunda. Y su morador, así como Usher, no tiene pensado abandonarla. Que las paredes se le vengan encima antes que ceder la victoria. La alusión escenográfica al maestro literario es esencial. Allí hay un gesto de horror y locura suscitado por nadie más que los propios, los mismos encargados de enhebrar un sistema cuyas fisuras, las más de las veces, se disimulan con un mismo instrumento, rector y venal: el dinero.