“No sé qué pasa, esto es una psicosis, la gente se volvió loca”, dice la señora que ocupa el puesto 16 en una de las interminables filas del supermercado Coto de Mansilla y Agüero, en Palermo. Un rápido vistazo a su changuito ofrece un panorama compatible con la inminencia de una guerra bacteriológica mundial: unos pocos alimentos enlatados y una batería de artículos de limpieza, encabezados por seis packs de papel higiénico con cuatro rollos cada uno. El del puesto 15, igualmente prevenido para resistir el apocalipsis limpito y desinfectado, se queja de que “cada vez hay menos cajas para atender a la gente. Es una vergüenza. Hoy no nos vamos más de acá”.
Es domingo al mediodía y los repositores pasan de largo las góndolas habitualmente más concurridas los fines de semana. Las endorfinas que solían liberarse frente a la última bandeja de bife de chorizo ahora se trasladan a los frascos de lavandina y a los líquidos desengrasantes. En esta sección del supermercado la voracidad de los consumidores pone entre paréntesis el análisis exhaustivo de las ofertas y promociones. La gente se lleva lo que hay.
El cronista de PáginaI12, desinformado de la 3° Guerra Mundial que se avecina, había ido a Coto para comprar un sachet de leche, un paquete de yerba y un par de latas de cerveza. Siente, por un momento, que se está quedando afuera de algo. Esa multitud poseída por una suerte de furia profiláctica contrasta con el silencio desolador que había acompañado el tránsito a pie entre el departamento y el supermercado (una cuadra y media). Como si el supermercado fuese el auténtico bunker y uno no hubiese sido debidamente avisado.
Un breve cálculo de las posibilidades de salir indemne de allí en un plazo no mayor a las tres horas precipita la huida. Que incluye un par de choques con otros futuros apestados de Chernobyl y un último atascamiento de carritos que casi requiere la presencia de personal de seguridad. Gracias a Dios y a la Virgen, nadie estornuda, todo un milagro en este barrio de Buenos Aires.
La solución, como no haberlo previsto, está en el supermercado chino de enfrente de casa. El único habitante del negocio es el tipo de la caja, que a diferencia del arsenal de ofertas de Coto apenas luce un barbijo como principal estrategia para atraer a algún cliente. La estrategia no parece dar resultado. En dos minutos el trámite de búsqueda queda terminado. El cronista se hace rápidamente de su puñado de artículos pero se queda un rato más, deambulando por los pasillos, como si quisiera darle un poco más de presencia humana a ese lugar súbitamente inhóspito.
Al momento de pagar, aparece atrás otro hombre, de unos 70 años, elegante, con dos botellas de excelente vino malbec en la mano. Le echa una mirada al cronista, después un vistazo al cajero, y dice antes de pagar, con la jactancia de quien se siente inmunizado, al menos, contra la estupidez: “En fin… todos moriremos”.