Cuando se observan las reacciones en países donde el virus se ha desatado antes o en otras experiencias equivalentes de abruptas transformaciones de la vida cotidiana, pueden distinguirse dos importantes sistemas de defensa psíquica que operan a nivel colectivo generando profundos efectos de quiebre en las relaciones sociales.
El primero –equivalente y articulado con ocurrencias psíquicas a nivel individual– es el proceso de negación. A cualquier sujeto le resulta difícil aceptar la posibilidad de su muerte o enfermedad y también la alteración de su vida cotidiana. En el caso de una pandemia, un fenómeno natural con consecuencias masivas (terremotos, volcanes, tsunamis) o fenómenos sociales de destrucción de masas de población, no es sencillo transformar las conductas de modo radical, comprender que hábitos fundamentales deben ser modificados con rapidez. Valga como ejemplo la suspensión de reuniones masivas, la cancelación o modificación de los traslados de población, la organización diferente de actividades y rutinas básicas, el respeto de las indicaciones de los organismos de salud (las cuarentenas para población con sospecha de haber sido infectada como quienes provienen de zonas con mayor propagación del virus), entre otras.
Los casos de Italia y España muestran las consecuencias catastróficas de sistemas de negación masiva, con millones de personas que continuaron haciendo actividades que debían cancelar y gobiernos que apenas apelaron a una responsabilidad ciudadana abstracta sin tomar en cuenta la estructura psíquica real de las poblaciones a las que se dirigían y los efectos de décadas de un discurso neoliberal que ha disuelto en gran medida la preocupación por el otro y el concepto del bienestar colectivo, la solidaridad o la cooperación. Estos procesos de negación se encuentran profundamente activos al día de hoy en la sociedad argentina y lamentablemente muchos colegas de las ciencias sociales caen alegremente en ellos, de la mano de supuestos cuestionamientos abstractos a “tecnologías de control” que son contraproducentes y que funcionan como reaseguros de nuestra tendencia a la negación de una realidad angustiante.
El segundo riesgo es el de los sistemas de proyección, que busca encontrar a un responsable en el que descargar la frustración y el resentimiento generado por el temor al contagio o a la muerte. Desde las declaraciones de Donald Trump acusando al virus de ser “extranjero” hasta los brotes de discriminación frente a la población china (ahora redirigidos paradójicamente a la población europea, cuna de la xenofobia moderna), el estado de histeria colectiva puede generar persecuciones, delaciones que, en caso de aumento exponencial del contagio, necesidad de medidas de mayor severidad o colapso del sistema de salud, pueden abrir las puertas a las tendencias fascistas que han sido insistentemente cultivadas en la última década en todo el mundo y particularmente en nuestra región.
Si bien el primer eje de preocupación debe ser la correcta evaluación hora a hora de la situación y la toma de decisiones permanente en relación a las políticas sanitarias, urbanas, de abastecimiento y de reorganización de la vida cotidiana, creo que cualquier gestión gubernamental de la crisis debe tomar en cuenta, simultáneamente, los peligros en términos de las relaciones sociales involucradas y desarrollar también iniciativas a dicho efecto, como intento de ayudar a disolver o restarle entidad a estos sistemas de defensa, tanto de tipo negador como de tipo proyectivo.
En muchos casos de crisis, los efectos en términos de relaciones sociales terminaron siendo tanto o más destructivos que el mero efecto biológico. Esto está resulta muy claro en estos días tanto en España e Italia como en EE.UU., pero no parece que esté siendo contemplado más allá de la imposición de virtuales “estados de sitio” o apelaciones a la “buena voluntad” de la gente, sea para enfrentar sus propios procesos de negación y acatar las disposiciones sanitarias o para no sucumbir ante la tentación fascista de echarle la culpa al otro.
Una responsabilidad central de los profesionales de las ciencias sociales y humanas será colaborar en la profundización de los lazos de cooperación en lugar de repetir mantras posmodernos, que solo reafirman nuestros prejuicios y negaciones, impidiéndonos tramitar de un modo solidario nuestras angustias.
* Investigador del CONICET. Autor de “La construcción del enano fascista. Los usos del odio como estrategia política en Argentina”.