a mi hija Marina

Sueño con casas en barrio Candioti, Santa Fe, donde nací. Veo el lugar, la casa, la calle Mitre, entro y encuentro papeles, libros, objetos de mimbre. Otra vez es calle Güemes, un pasillo largo, hay muñecas y un cierto desorden, pero muchas revistas y fotos en cajas.

Sueño con herencias, presumo que las tengo y las busco, infatigable. Abuelo Antonio contaba que en nuestra familia había un pintor famoso que conocía a Leonardo, ese. Nuestros primos y yo reímos porque él se había jubilado de motorman, manejaba un tranvía y fundó el sindicato en Santa Fe. Los tíos, mejor; las tías contaban que había sido rico en Entre Ríos, que se fundió por su afición a la política, los caballos árabes que criaba, blancos y hermosos, el juego y tal vez, las mujeres.

Insiste que su apellido y el mío (no por segundo, menos importante) era de un lago, un pueblo, un monte, el lago Mont Órfano, solo, allá en la Lombardía, cerca de Cantú.

Nunca le escuchamos bien. O sí, pero no le creímos.

1979 visito el refectorio de los benedictinos donde está La Última Cena de Leonardo, entonces en plena restauración. Descuelgo el teléfono que informa a los turistas sobre el lugar, es la primera y única vez que lo hago, hasta hoy. Me entero que en ese ámbito hay sólo otro fresco enfrentado cuyo autor es Giovanni Donato da Montórfano, relata que su único problema fue ser contemporáneo de Da Vinci, por eso la fama no lo alcanzó.

Abuelo había muerto, sigo pensando en heredar y me reprocho no haberle creído que sí, hubo un pintor en la familia. Mis sueños suelen estar acompañados con Juan José Saer, me regalan en forma recurrente a la casa donde nací o a la ciudad de Esperanza y el patio del Jardín de Infantes del Normal o al Puente Colgante que cuidaba mi padre con amor paciente.

Volvemos a Milán 2016, mi hija y yo llegamos sin ticket, les aclaro a las niñas del ingreso que Donato da Montórfano es mi pariente, la muchacha entra corriendo y les dice a los demás que llegó la nieta del pintor. Soy grande, les digo pero el pintor es del siglo XV. No obstante, no me dejan entrar (tal vez tendríamos que haber ofrecido algo) y partimos con mi figliola mayor a las risotadas. Soy tan joven.

2019 vuelvo a Milán con ticket. Por veinticinco minutos a mirar la maravilla espacial antes que la religiosa, una escenografía que admiro y estudio desde hace años. Me encuentro con la Crucifixión del Montórfano restaurada enfrente de La Última Cena.

Ludovico Sforza encargó las dos obras al mismo tiempo: 1495. Donato ―me permito nombrarlo así― demoró el tiempo estipulado: un año. Leonardo: cuatro, dado que en cada obra inventaba procedimientos, probaba nuevos materiales y modificaba parte de su boceto original recibiendo las reconvenciones pertinentes de su Mecenas y la gloria infinita que la honra hasta hoy.

Cuando relevamos la hermosa Iglesia de Carmen del Sauce algo me llamó la atención de los cuadros que tiene el templo. Entre los objetos que estudié en forma particular es el Santo que está a la izquierda del altar. Despertó mi curiosidad un hombre corpulento que tiene a sus pies un chancho, animal despreciado por el judeocristianismo.

Montórfano es reconocido por incorporar la arquitectura de su tiempo en sus obras, algo singular que se popularizó posteriormente. Sigo su ruta artística y me entero de que inmortalizó en sus óleos y frescos a San Antonio Abad, el único Santo que tiene de mascota un cerdo y vivió en Alejandría.

Hace muchos años conocí Alejandría, una obsesión que me persiguió desde que leí a Lawrence Durrel. Tenía planeado volver este 2020 a visitar a mi pariente, pero el coronavirus me lo impide.

 

Sueños, sueños: ¿registros o herencias?

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