La revelación hecha por el periodista Carlos Pagni, columnista del diario La Nación, sobre el “uso compulsivo, indiscriminado y violatorio” de las prisiones preventivas por parte del Poder Judicial a partir de las presiones mediáticas, incluyendo la del propio medio en el que trabaja, refuerzan con una evidencia más que contundente la existencia de una acción depredadora de la democracia y de los derechos fundamentales ejercida por el sistema de medios y por algunos comunicadores y comunicadoras.
El hecho no puede sino leerse como una muestra más de cinismo por parte de quienes, habiendo sido cómplices del lawfare hoy pretenden auto amnistiarse y lavar sus culpas con un espectacular salto de garrocha.
El llamado lawfare necesita –en la Argentina y en todo el mundo- de tres patas complementarias que lo sostienen: el poder económico, el poder judicial y el poder mediático. Sin alguno de ellos la fórmula pierde vigor y carece de eficacia. Son tres patas que se alimentan y se potencian entre sí. Pero de las tres el costado mediático es esencial porque se trata del responsable de generar el sentido, de construir el relato que horada en las mentes y en las conciencias ciudadanas condicionando decisiones. También incidiendo sobre las voluntades electorales.
De allí también que, así como la gestión gubernamental debe incluir un diseño de las políticas públicas destinado a atender las demandas ciudadanas y a fortalecer el ejercicio del poder político de quien gobierna, la comunicación -atendiendo a todas sus dimensiones y herramientas- tiene que ser un capítulo esencial para quien ejerce la conducción del país.
Está claro que el poder tripartito (económico, judicial y mediático) opera por sí mismo e incluso con prescindencia de la política, cuando ésta no se ajusta a sus intereses y lineamientos. Cuando gobernó Cambiemos la sintonía ideológica, de propósitos e intereses, hizo que la convivencia resultase natural. Se aunaron las fuerzas contra el enemigo común ya sea para construir el relato mentiroso, para encarcelar opositores o para aumentar las ganancias de los más ricos.
Los resultados electorales apenas introdujeron una cuña en medio de la alianza de aquel poder tripartito. Suficiente como para que lo que hasta hace no demasiado era una sociedad indestructible comience a presentar ciertas fisuras. Así no sea más que la aceptación de algunos hechos o la filtración de informaciones acerca de decisiones que, aunque evidentes, no pudieron ser comprobadas en el momento.
En la actualidad no puede perderse de vista que sin democracia comunicacional, sin verdad informativa que se logra no por discurso único sino por pluralidad de voces, no existe la democracia política ni la posibilidad de construir una sociedad diferente en la diversidad.
Es por ese motivo que al Estado, y quien ejerce la gestión del mismo, le corresponde como obligación desarrollar políticas públicas de comunicación que, además de garantizar los derechos ciudadanos, lo preserven de los embates que el poder fáctico ejecuta usando el escenario de la cultura y la comunicación.
Cuando el gobierno interviene en el mundo de los medios para regular, orientar y persuadir, no restringe la libertad de expresión, sino que hace uso legítimo del poder político para garantizar la vigencia integral de los derechos. Del derecho a la comunicación, en primer lugar, y de los derechos humanos en todas sus dimensiones. Y cuando ello ocurra, seguramente se escucharán voces denunciando presuntas restricciones a la tan proclamada “libertad de prensa”. Serán las mismas que hasta ahora han sido protagonistas de la mentira, callaron o fueron cómplices.