A Viri
Sería la siete de la tarde del viernes, cuando salí a caminar tratando de atenuar la tristeza que me acosaba. Mi hija más pequeña había decidido marcharse definitivamente y debía acomodarme a su ausencia. Dado el calor que no cedía, decidí dirigirme hacia el río por la bajada Pellegrini. Trataba de refugiarme repensando la lectura del Simposio que era el tema convocado a la reunión de filosofía de la mañana siguiente. Pensaba destacar el estilo de Platón que lograba conciliar las formas de su relato con la idea. Recordé como repetía el procedimiento de Homero de repetir textualmente algunos párrafos como si fuesen copias de una copia. Para colmo, al pasar por las escaleras de Chacabuco, recordé una tarde de mi adolescencia, en que el Fedón suscitó una discusión con mis amigos, después del partido de fútbol y, como si algo imposible fuese, tuve la sensación de que uno de ellos, como cuenta Apolodoro, podría detenerme para que le contase lo que se cuenta en el Simposio. Una proposición Nietzscheana me desvió : La verdad es una especie de error sin el cual no podríamos vivir… Pensé: Entonces…la verdad no designa lo contrapuesto al error, sino la posición que mantienen entre sí diferentes errores. Absorbido por estos pensamientos y por el anhelo de desgarrar un enigma que me acosaba desde la profundidad de algo ignoto, ingresé en la progresiva oscuridad del crepúsculo. Sin percatarme había abandonado el largo paredón enrejado de la avenida Belgrano y me hallaba en los confines. Atravesé el descampado, los galpones y me hallé entre viejos barcos encallados en una entrada del río que parecía haber perdido su cualidad habitual por la ausencia de la Luna. Ciertamente me pareció vagar por un mundo desdoblado, paralelo, hasta el límite de una desorientación que me impediría seguir, sin embargo, como emergiendo de un sueño, una sensación inefable que parecía constituir algo absoluto, comenzó a rondarme y alterando mis sentidos, me convenció de que no iba sólo, alguien me acompañaba apañada entre las sombras, alguien que con indulgencia me observaba. Yo quería hablarle pero no encontraba las palabras adecuadas. Sólo el silencio, un silencio profundo que prometía ser eterno, me percató de que el ambiente, siempre poblado de rumores, había enmudecido. Recordé que averno, el ténaro de los griegos, era el lugar sin canto de los pájaros y yo, tal vez por un extraño sortilegio, había atravesado un espacio, más allá de la sustancia evanescente de las cosas, más allá de mis sentidos, como si pudiese desgarrar el velo de la noche con que el misterio se protege. Por de pronto, como si de repente trasnochara en dos mundos distintos, dos mundos lejanos uno del otro, que por esas variaciones imprevisibles del tiempo y del espacio se contactan por unos instantes y acaso por única vez en la vida, me sentí desolado y pese a la tristeza que me desbordaba, decidí seguir con mi obstinada rutina de encontrar lo inesperado. Tal vez una transformación, el nacimiento de una crisálida, el ofertorio de una anémona. El leve rumor del río, que repentinamente se extendió frente a mí, reverberaba al mismo tiempo de un rumor subterráneo que me corría por dentro, como si las aguas profundas arrastrasen las consideraciones racionales que siempre me motivaban. Recordé el asombro antiguo que la costumbre de lo que nos rodea impedía recuperar…digamos, asumir el sentimiento profundo de que estar y acceder a la comprensión de tanto misterio como si fuese natural, era en sí mismo el más profundo de los misterios…
Una de mis estrategias había sido siempre ir en contra de mí mismo, de mi propia certidumbre, aplicando un principio de duda, de interrogación sobre lo que pienso pero la verdad es que por una segunda vez en mi vida me sentía como transcurriendo en una estado de… no sé cómo expresarlo…de habitar en un mundo del cual la materia se había tornado lo menos material… Incluso pensaba, dado algunos acontecimientos trágicos que me habían ocurrido, que en cualquier momento desaparecería en una especie de sueño cuya envoltura infinita me devolvía a una instancia más profunda que no dejaba de ser una envoltura. Todavía no puedo discriminar si fue real, pero lo cierto es que, a partir de ese momento, desde la agreste espesura, desde las ramas perfectamente extáticas todo, excepto yo, había abandonado la animación… yo, que lo único que ansiaba era desaparecer, desencontrarme, perder la gravedad, la mirada y el habla. Absurdamente continué. Por un momento, en un recodo de la orilla, me arrodille sobre el trajinar agobiante de la noche y garabateé en la humedad de la arena un nombre que amaba. Su nombre que era lo único que ahora poseía ante la incompletud de la vida, puesto que la escritura era la única manera de extenderla. Sólo que la conjunción de los elementos cercanos me disuadía. Esperé que un nuevo impulso de la corriente lo borrara porque tenía la certeza de que la imagen amada se había adueñado para siempre de mi memoria, de mi emoción, del dolor que me increpaba todo el cuerpo y al mismo tiempo comenzaba a inscribirse con su borramiento en todo lo que había percibido desde siempre, el fulgor de Aldebarán, el postrero, el retoño de una acacia, el dibujo de una nube cegando por momentos la mirada de la Luna, el mito de las cigarras que había sido el suyo… y de repente, me sentí sólo como nunca, sin nada ni nadie que extendiese su presencia para que yo pudiese repetir mi nombre y retener todo lo que se había ido con el de ella… Entonces supe que no tenía adonde acudir, mi lógica caía herida por el rayo poderoso de su ausencia y las palabras parecían elevarse sin ninguna finalidad, solo para erigir un muro de pudor frente a lo que no tiene sentido. Todo lo que hay está destinado a desaparecer y yo, que desde niño había atenuado la potencia del adiós, tal vez para comprobar si es cierto que son inmortales las almas, sentí que no sería más el mismo.
Por supuesto, la vida ejerce una imposición dolorosa puesto que nos hemos habituado tanto a los sentidos, que después no nos resignamos a conciliar con un recuerdo. En un recodo, no sé si sólo del espacio o también del tiempo, advertí, porque era lo único que rasgaba un sonido, una oruga que se iba transformando en una crisálida y como si fuera un conjuro mágico o simplemente mi delirio, el universo recomenzó sus murmullos habituales. Recomenzó por una cigarra y recordé a mi pequeña cigarrita perdida. Después fue una mariposa de la noche que comenzó a revolotear a mi alrededor. Me incliné sobre la tierra agreste y su pesada carga de fatalidad y lloré. La sola insinuación de su presencia con su voz querida y añorada me inclinaba al llanto. “No llores Pa”, me dijo, “yo sigo estando… siempre estaré al lado tuyo”. “No lloro por eso hiji, lloro porque he dejado de ser quien era, soy sólo un reflejo que vacila tembloroso ante la urdimbre de las lumbres…hoy soñé contigo y parecías tan real que no quería despertar. Ni siquiera podía consolarme escribiendo un relato porque me sentía el personaje de un relato que había escrito… entonces, comprendí que no supe ser el padre que vos necesitabas”
Pero, Pa, me dijo. Nadie sabe ser lo que el otro necesita ¿Porque no escribes acerca de lo imposible? De seres como vos y como yo, que muchas veces no quieren despertar.