La palabra comunismo ha vuelto a ingresar en la escena teórica de distintos pensadores, que podríamos designar como “radicales”. En todos ellos encontramos un rasgo similar que insiste de distintos modos: la cada vez más evidente incompatibilidad entre el Poder del Capital y la organización democrática de la sociedad.
Por supuesto, no es demasiado difícil aceptar que el Capital siempre intenta presentarse bajo la forma de, como dirían los franceses, un “semblante” democrático. Aún cuando cada vez es más patente el carácter de reproducción ilimitada del Capital, reproducción que en sus efectos más logrados no respeta ningún vínculo social, sin embargo la máscara democrática se emplea siempre, incluso en el caso mismo de Trump.
Desde esta lógica, lo que plantea Badiou, a veces Zizek, a veces los comunistas italianos, es separarse radicalmente de la forma Estado y destruir el semblante parlamentario, electoral y del Estado de Derecho que encubre al Capitalismo en su poder imperial. Por esta pendiente, una política “anticapitalista” exigiría destruir lo que Badiou denomina el “capital-parlamentarismo”, verdadera coartada del Capital y auténtico obstáculo para cualquier lógica política con vocación emancipatoria.
Algunos marxistas, cuando apelan a la lucha de clases, pretenden dar a entender que con esto se nombra la posición más “radical”, la “más de izquierda”. Sin embargo, ¿no merece el termino en cuestión ser vuelto a indagar?, ¿no sería conveniente volverlo a indagar desde la perspectiva de nuestra contemporaneidad? Sería especialmente relevante plantearse estas cuestiones a partir de cómo se gestan los verdaderos antagonismos en lo social.
En cualquier caso, este interrogante demanda una aclaración de entrada: nuestro punto de partida es que primero está siempre el antagonismo, de un modo estructural y constitutivo y luego lo social, que se organiza alrededor del mismo. No existe una sociedad que primero haya sido armónica, neutral o con algún conflicto que otro o alguna anomalía a resolver. Por el contrario, a raíz de cómo el discurso estructura lo social, este siempre lo hace a partir de una negatividad o brecha antagónica que no se puede cancelar dialécticamente.
En el capitalismo, uno de los antagonismos más importantes es el formulado por Marx, el que se gesta entre el Capital y la renta de trabajo. Sin duda, la plusvalía sigue siendo el aspecto fundamental del Capitalismo, pero su apropiación ya no sólo se circunscribe a la forma Capital-Trabajo. Existen millones de seres humanos que no trabajarán nunca, desempleados estructurales, trabajadores en negro, nuevos esclavos, trabajadores nómadas, clandestinos, etc. En todos los casos, es un hecho que la apropiación de plusvalía, por distintas vías, se realiza como tal. ¿Se puede unificar todo este campo bajo el concepto de lucha de clases? Como si el termino en sí mismo poseyese la cualidad metafísica no solo de totalizar elementos absolutamente heterogéneos, como los antes mencionados, sino que también pudiese animarlos y ponerlos en marcha en una determinada dirección de la historia que fuera a llevar el capitalismo a su fin.
¿Puede un verdadero materialista seguir pensando de este modo? Sólo se explica si se quiere a toda costa, se lo reconozca o no, mantener el espejismo moderno del progreso en la historia. Para ello, es necesario dotar a la llamada lucha de clases de un poder que nunca se confirma, salvo cuando un antagonismo sea habitado por la “parte que no tiene parte” en la vida institucional o social y logre alcanzar la forma de una organización colectiva. No obstante, en este caso, la lucha de clases no es más que la designación simbólica y secundaria de un antagonismo constituyente de lo social. En cambio, dar por constituida de entrada a la lucha de clases y otorgarle una dinámica inmanente y sin mediación política alguna, que va a ser capaz de desconfigurar al Capitalismo en su funcionamiento hiperconectado y homogéneo, es un error teórico y político.
Por esto, es muy importante, para cualquier intento de renovación del marxismo o del materialismo emancipador, establecer que no existe una relación “necesaria” entre la explotación (incluyendo los diferentes modos de extracción de plusvalía) y la emergencia de un sujeto histórico, que dirija la salida del capitalismo. No es que no exista actualmente, es que nunca existió en la realidad un proceso semejante. Un materialismo emancipador, debería admitir, que no existe una relación de complementariedad entre la explotación que la forma mercancía siempre impone y los seres humanos sometidos a la misma.
La lucha de clases en su versión esencialista ha contribuido a consolidar ese fantasma de complementariedad y reciprocidad que asegura que entre los explotadores y los explotados existe una relación “dialéctica” que en algún momento quedará superada. La relación entre el Capital y “las existencias sexuadas, mortales y hablantes” no existe, en el sentido en que sólo cumple la función de reproducir ilimitadamente el Uno del Capital.
Solo construyendo un suplemento político que desconecte las relaciones distribuidas por el mercado, puede surgir el deseo de no seguir siendo explotado y darle una inscripción simbólica a ese Deseo. En suma, no basta con ser explotado, hay que poder desear dejar de serlo y esto no viene garantizado por ningún automatismo histórico. Ese deseo no surge de ninguna dinámica interna al capitalismo, ni de ninguna relación dialéctica de la lucha de clases. Surge del sujeto, porque él mismo, desde su primera inscripción simbólica, está constituido de un modo antagónico. Ese sujeto que surge siempre fracturado y en falta, porque lo constituye un lenguaje que, sin embargo, nunca lo nombra del todo.
Es en este “uno por uno” del sujeto irreductible a cualquier determinación que lo pretenda agotar en una definición concluyente, donde puede surgir la voluntad colectiva de querer otra cosa que lo que el poder del Capital propone para su vida.
No obstante, para que un debate como este fuese lo suficientemente explícito, una aclaración sería pertinente: para establecer las condiciones de ese Comunismo, que cómo indican correctamente estos pensadores, no advendría como resultado de ninguna ley histórica, ¿qué tipo de prácticas políticas deberían surgir y en qué estilo de confrontación deberían plantearse las mismas? ¿Cómo se destruiría el falso semblante del “capital-parlamentarismo”? ¿Qué tipo de guerra habría que asumir y qué tipo de violencia sería necesario afrontar para la supuesta ocupación de los lugares de lo “Común “por fuera del Estado.
Por supuesto, en todos estos autores “comunistas” existe una cláusula de reserva con respecto a aquellos movimientos latinoamericanos que ocuparon el Estado. Se niegan, en la mayor parte de los casos, a admitir que se puede estar en el Estado para ir mas allá de el mismo.
Badiou, uno de los defensores más lúcidos de la llamada “hipótesis comunista”, lo dice con todas las palabras que corresponden a esta idea: se trata de destruir al Estado para, por fin, acceder a lo real del Capital. Sin duda, en este esquema de pensamiento, aunque se haya renunciado al sentido finalístico de la Historia, aún permanece la idea de la ruptura absoluta propia del lenguaje de la Revolución.
Por último, quienes estarían de nuevo dispuestos al sacrificio heroico para lograr lo que Pasolini llamó en su día una “religión verídica” ¿qué precio tendrían que pagar por hacer renacer de las cenizas de la Historia la experiencia comunista?
Si no se habla de esto y se condena cualquier experiencia que se introduzca en el barro “populista” del Estado, como insuficiente, que además, por razones estructurales siempre lo es la formulación de la hipótesis comunista, se mantiene aún en el campo de la especulación filosófica. Pero admitamos las buenas intenciones, aún insistentes en estos pensadores, sobre la condición humana, en una época donde su espectro apocalíptico planea con más fuerza que nunca.