Producción: Javier Lewkowicz

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El impacto tarifario

Por Mariano de Miguel *

La agenda económica de este año electoral comenzó dominada por un interrogante: ¿Cuánto va a crecer la economía en 2017? Para que esto último ocurra es necesario, aunque no suficiente, que el empleo y el poder adquisitivo de los salarios tengan una deriva completamente diferente a la registrada en 2016; año en el cual se destruyó trabajo formal (-0,7 por ciento) y el poder adquisitivo sufrió una merma considerable (cercana al 6 por ciento), fruto de una aceleración inflacionaria ligada esencialmente a la devaluación, la quita de retenciones y el aumento de las tarifas de servicios públicos. Para el universo de los trabajadores registrados, la inflación promedio en 2016 bordeó el 41 por ciento con un pico interanual de 46 por ciento para el conjunto y de 56 por ciento para el decil de menores ingresos salariales, cuyo perfil de gastos determina que sufran más crudamente la inflación. 

En términos interanuales viene desacelerándose (28,8 por ciento febrero 17 vs. febrero 16 para el IET), pero los últimos registros mensuales, dan cuenta de una aceleración que torna muy improbable la meta gubernamental del 17 por ciento. Febrero cerró preliminarmente en 2,1 por ciento para los asalariados registrados (2,9 por ciento para el decil de menores ingresos); y el Indec acaba de anunciar su registro de 2,5 por ciento.

Cada escenario posible de inflación depende de ciertos supuestos cuya probabilidad lo configura y resulta determinante lo que acontezca con el tipo de cambio, las paritarias, las tarifas y los precios internacionales. Dados los precios internacionales, un escenario oficialista exigiría una depreciación leve del tipo de cambio, aumentos suaves de tarifas, una mayor apertura comercial y disciplinamiento salarial. Un escenario opuesto (inflación cercana al 28/29 por ciento), sería consistente con una mayor depreciación del tipo de cambio, fuertes aumentos de las tarifas de servicios públicos y mejoras de los salarios nominales cercanas al 30 por ciento. Un escenario intermedio (23-25 por ciento de inflación promedio), conllevaría una depreciación más moderada del tipo de cambio, aumentos de tarifas significativos, aunque algo más leves que en el escenario pesimista y paritarias en el terreno del 25-28 por ciento.

La importancia de los aumentos tarifarios no debe subestimarse. En 2017 continuarán presionando sobre los costos y, por esta vía, sobre la inflación. La evaluación de sus efectos se obtiene multiplicando el aumento de cada servicio por su ponderación en el índice de precios al consumidor. Esta aproximación da una idea de la magnitud del efecto directo sobre los hogares, pero no tiene en cuenta su repercusión sobre los costos de producción. Y esta última puede ser tanto o más importante que el efecto directo, prolongándose durante varios meses luego del shock inicial. 

Para ejemplificar, consideremos el precio de un sachet de leche en la góndola de un supermercado, frente a un aumento en el costo de la tarifa eléctrica. En primer lugar, dado el aumento, el supermercado va A enfrentar un mayor costo de refrigeración para mantener la cadena de frío, que deberá trasladar al precio si desea evitar perder rentabilidad. Pero a su vez, la tarifa eléctrica impactará sobre los costos de las usinas lácteas y de los tambos, aumentando por ende tanto el precio de la leche cruda como del sachet de leche en sí. Entonces, luego de algunas semanas, al impacto “directo” del costo de la tarifa eléctrica –el costo de la cadena de frío, y de la iluminación, para el supermercado, o de la luz para las familias–, se adicionarán aumentos consecutivos en el precio de todos los bienes. 

Según diversos estudios, el impacto total –es decir, el efecto directo e indirecto– de un aumento de 100 por ciento en cada uno de los servicios (gas, electricidad) y en los precios regulados (por ejemplo, combustibles) ronda entre 2 y 3 por ciento. De este modo, incluso considerando únicamente gas y electricidad –cuyos aumentos rondarían 80 por ciento en 2017 si el gobierno no da marcha atrás con lo previsto tentativamente–, y combustibles –que estará en el orden de 30 por ciento–, tarifas y regulados estarán aportando, por sí solos, casi 6 puntos de inflación. Ello, sin tener en cuenta aumentos en rubros que no inciden en los costos del sector productivo, pero impactan sobre el costo de vida de las familias, tales como transporte público, prepagas, y enseñanza privada. 

Asoma así una contradicción seria de la política macroeconómica, según la concibe el gobierno nacional: consiste en una meta inflacionaria muy ambiciosa, incompatible con los aumentos tarifarios previstos, que a su vez obliga (bajo el esquema de metas de inflación con el que opera el Central) a inducir la apreciación del tipo de cambio con la esperanza que su efecto des-inflacionario mejore el poder adquisitivo de los salarios que, por otra parte, se buscan disciplinar.

* Director del Instituto Estadístico de los Trabajadores UMET - CITRA.


El problema es el cómo

Por Marco Lavagna *

No es novedad que la inflación es, desde hace una década, el principal problema macroeconómico de la Argentina: afecta a los más vulnerables, distorsiona los precios relativos y mata el largo plazo. En este sentido, consideramos que es un acierto del gobierno reconocerla y atacarla. Sin embargo, donde somos más escépticos es en cuanto al diagnóstico y, por ende, en cuanto a la estrategia para reducirla y sus efectos colaterales.

La inflación resurgió en la Argentina hace diez años por presiones de demanda. Pero luego se activaron mecanismos que le dan inercia (hay inflación hoy porque hubo inflación ayer) y la suba de precios pasó a ser explicada principalmente por aumentos de costos y porque la suba en la cantidad de dinero superó sistemáticamente a la de la cantidad de bienes y servicios. Así se explica cómo en el último lustro (2012-2016) la demanda agregada se estancó pero la inflación promedió más de 30 por ciento anual (top 5 mundial). 

Sobre esta base, las devaluaciones y tarifazos provocan picos inflacionarios de 40 por ciento (2014 y 2016), y luego la inflación vuelve a su “velocidad crucero” de 25 por ciento (2015 y 2017). De hecho, la vuelta a la velocidad crucero es lo que este año explicará la mayor parte de la reducción que se espera en materia de alzas de precios frente al año pasado.

¿Pero alcanzará sólo esto para ser 17 por ciento en 2017? El gobierno diagnostica que la inflación es un fenómeno puramente monetario, y actúa en consecuencia asignándole al BCRA la responsabilidad primaria de reducirla. De allí surgen las “metas de inflación”, que se establecieron con un techo en 17 por ciento para este año. Las metas de inflación establecen que si la suba de precios perfora el techo establecido, el BCRA endurecerá la política monetaria (tasas altas). Asimismo, al plantear paritarias en 18 por ciento, indirectamente admite la inercia que existe en materia inflacionaria.

La efectividad del esquema de metas de inflación en la Argentina actual es difícil tanto por el punto de partida (inflación de 40 por ciento) como por la poca profundidad del sistema financiero (se requieren tasas muy elevadas para lograr efectos).  Esto toma más trascendencia si se tiene en cuenta que a la política antiinflacionaria le falta una “pata micro” que ayude a desactivar la inercia y quitar presión a la tasa de interés. Por “pata micro” nos referimos a acuerdos transitorios de precios, alivio del componente impositivo en productos básicos, medidas de reducción de costos, etc.

Entonces, con un esquema macro poco efectivo y sin “pata micro” lo que es difícil de lograr no es sólo el techo de inflación este año sino la combinación entre ese 17 por ciento y un crecimiento con impacto sensible en el bolsillo y en la actividad: al techo establecido sólo podría llegarse si al piso de la velocidad crucero se lo perfora con “tasas altas y paritarias bajas”; pero lógicamente en este contexto el consumo difícilmente mostrará un repunte significativo. Si en cambio el salario real recupera buena parte de lo perdido y el BCRA no “sobrerreacciona”, el consumo puede repuntar a costa de incumplir el techo. Este dilema desnuda entonces no sólo el problema de diagnóstico que vemos en el gobierno, sino también las fallas de coordinación: la resolución del principal problema macroeconómico de la Argentina no puede hacerse, al menos sin costos, por medio de compartimentos estancos.

En segundo término, consideramos que es un error haber puesto tan baja la meta para 2017: su incumplimiento le restará credibilidad al BCRA en el primer año de su ya difícil esquema de metas de inflación (y tampoco capitalizará la “vuelta a la velocidad crucero”); peor aún, su eventual cumplimiento tendrá detrás costos en términos de actividad y empleo. Por este dilema autoinflingido es que vemos que en 2017 el gobierno será muy creativo a la hora de mostrar la dinámica de la inflación (anualizará distintos períodos, se focalizará en el IPC Core, etc.) pero de fondo el repunte económico será poco significativo en materia de lo que se “siente en la calle”.

* Diputado Nacional del Frente Renovador.