El cambio resultó tan lento como evidente. Hace una semana, cuando le sugerí a un amigo que había que implementar la distancia, que era necesario dejar de besarse, de compartir el mate, de abrazarse por cualquier tontería, me dijo “me parece ideológicamente un desastre eso”. Detuve la conversación porque le vi en los ojos y en la expresión irritada que no tenía sentido: estaba decidido a mantener que la reacción ante el virus era una exageración, una especie de control político. Esa misma semana muchos repetían “me preocupa más el dengue”; como si una enfermedad cancelara a la otra. En Chile se preguntaban si iban a dejar de salir a la calle y muchos de mis contactos y de mis conocidos decían que no. Hoy, mientras escribo, aquel amigo del ceño fruncido está trabajando desde casa y pregunta cómo limpiar el celular. Los amigos chilenos movilizados piden calma y siguen discutiendo sobre cómo y cuándo seguir adelante desde redes sociales. A ninguno se le ocurre hacer una movilización callejera. Hay cientos de ejemplos: desde el golpearse el pecho y decir “pasamos por cosas peores” se produjo un deslizamiento lento hacia reconocer el poder del virus, esa cosa diminuta, invisible, que no es vegetal ni animal, que no tiene ninguna célula, que no está ni vivo ni muerto.
El efecto de informarse por todos los medios en casa, de sobreinformarse, saturarse y quedar agotado de opiniones, datos y memes, y después salir al almacén es brutal. La gente que cuenta los billetes humedeciéndose el dedo con la lengua. Los chicos pasándose la botella de cerveza. Las chicas abrazadas, de la mano, mostrándose fotos y videos en el celular, riéndose a carcajadas. Se meten en el cajero de a cinco y discuten sobre si hay dinero o no. En el taxi parado por el semáforo el conductor fuma y se limpia los mocos con la mano. Si compro una lata de tomates, ¿tengo que bañarla en lavandina? Empecé a desinfectar superficies hace apenas unos días. ¿Habré logrado matar el virus o ya vive dentro mío? La batalla se revela fútil y eso es lo peor. La gente que teme aburrirse con el aislamiento parece tener una salud mental de hierro. Estos meses son el paraíso del ansioso.
Mi amiga M., en Singapur, me cuenta que sigue dando clase: le toman la temperatura dos veces por día y ella tiene que fotografiar a los alumnos por si es necesario rastrearlos. Tiene mucho miedo, me dice por favor no salgas sin alcohol, insiste en que use barbijo --como asiática, usarlo le resulta muy normal-- y me llama todos los días.
La conexión global que ocasiona el desplazamiento de personas con los aviones y el turismo desparramó este virus. También me dio amigas como M., a quien conocí en el show de nuestra banda favorita en Southampton, Inglaterra, cuando Vueling me perdió la valija y yo estaba boyando por el interior de Inglaterra con una mochila llena de ropa comprada en H&M y muerta de frío. También me dio amigas como J., a quien conocí online: ella se fue de Chicago hacia la casa de sus padres en Filadelfia antes de que estallara la alarma. Es vegana y no es una fanática, pero tiene muy claro lo que piensa: esto pasa por cómo manipulamos a los otros animales, dice. Son virus que han pasado de animales a humanos por cómo se comporta nuestro sistema de alimentación industrial. No lo dice enojada, no pontifica. Carolina Sanín, una brillante escritora colombiana, piensa lo mismo y se sorprende de que no resulte más obvio: “No lo ven, aunque el virus nos lo está escribiendo en nuestras propias manos, con letras de fuego; en esas manos que nos estamos lavando, literal y metafóricamente, veinte veces al día. Por no haber cerrado para siempre los mataderos estamos cerrando las escuelas, las universidades, los teatros, los cines...”, tuiteó hace unos días.
Me siento horrible por no ser vegana. Es posible que pueda justificarlo en un rato con pesimismo, diciendo que el mundo está perdido de todos modos. Pero antes, chequeo un post de Emilio Bueso, un brillante escritor español. Comparte una entrevista a Dennis Carroll, director durante quince años de la unidad de influenza pandémica y amenazas emergentes en la Agencia Federal para el Desarrollo Internacional (USAID) que ayudó a identificar más de dos mil virus zoonóticos, aquellos que, desde los animales, tienen la capacidad de pasar a lo seres humanos. Dice en la revista Nautilus: “La exposición ocurre durante la preparación del animal. Cuando está cocinado, seguramente el virus ha muerto. Con la gripe aviar, mucha de la exposición y de las infecciones pueden ser trazadas a la preparación de pollos para cocinar. En Egipto por ejemplo, cuando se chequea quiénes fueron infectados, es común ver una mayoría de mujeres, las directamente responsables de matar y preparar al animal”.
Carroll agrega algo respecto a animales salvajes, específicamente a los murciélagos aparentes portadores del covid-19: “Los disturbios en sus medioambientes los han traído más cerca de nosotros. Hemos penetrado profundamente en ecozonas que no habíamos ocupado antes. En Africa, por ejemplo, vemos que muchas de las incursiones están motivadas por el petróleo o la extracción mineral en áreas que típicamente tenían poca población. Este problema no es sólo el de mover trabajadores y establecerlos, sino el de construir rutas que permiten más movimiento de estas poblaciones y también de los animales. Todos estos cambios dramáticos incrementan el potencial de dispersión de la infección”.
Hace un tiempo leí un libro del autor iraní Reza Negarestani: habla de “jugo de cadáver de hidrocaburo” y sigue: “El petróleo envenena al Capital con la locura absoluta, una plaga planetaria que se infiltra en las economías animadas por singularidades tecnológicas propias de civilizaciones avanzadas. Como resultado del crudo como conspirador terrestre autónomo, el capitalismo no es un síntoma humano sino más bien una inevitabilidad planetaria. En otras palabras, el capitalismo estaba aquí incluso antes de la existencia del hombre, esperando a un anfitrión propicio al que infectar”.
El virus, el petróleo, los aviones, los animales.
No soy teórica, no soy epidemióloga. No sé nada. Leo y pienso esto porque no puedo pensar en otra cosa y sé que son tonterías, que frente al colapso de un sistema sanitario y la muerte de alguien amado, ninguna elucubración tiene importancia, menos la mía. Leo y pienso y escribo esto para dejar de tocarme la frente buscando fiebre. Para no llamar otra vez a mis amigos inmunocomprometidos que están aterrados, que tienen miedo de ser abandonados, que ya tienen problemas burocráticos infernales para conseguir la medicación, que durante semanas escucharon “sólo se mueren los que tienen comorbilidades”, es decir: ellos. O a mi madre, que también escuchó “solo se mueren los viejos” demasiadas veces.
Me gustaría engancharme con chistes en redes sociales y contestar a los que me etiquetan para que suba la escena de mi película favorita. Pero por ahora solo puedo rumiar, de capa caída, con las persianas bajas, con el privilegio de estar en casa. Sólo puedo tratar de ser cuidadosa y confiar en los que tienen responsabilidades mayores. Impotencia y espera.