Valentina Tereshkova fue la primera mujer en viajar al espacio. Obrera de una fábrica textil y paracaidista aficionada, se convirtió en la heroína de la Unión Soviética de los 60 cuando orbitó el espacio exterior luego de ser elegida entre más de 400 finalistas. Su imagen en colores brillantes, convertida en una estampa laica, se vende junto a la caja de un supermercado de la Rusia contemporánea. Allí llega Sarah (Eva Green), en uno de los pocos recesos que le permite su exigente entrenamiento como astronauta para una importante misión de la Agencia Espacial Europea. Sarah la mira de lejos mientras compra algunas golosinas y chucherías, casi como un extraño espejo que le recuerda sus propios sueños y ambiciones. Prometo volver, la tercera película de Alice Winocour, notable y secreta cineasta francesa que asoma con fuerza en el escenario europeo contemporáneo, reflexiona con ternura y sin oportunismos sobre los deseos personales de una mujer que debe equilibrar maternidad y exigencias profesionales sin descuidar ninguna de ellas, que debe confluir en un vida única sus anhelos y sus amores, su responsabilidad y su ambición de riesgo.
“No es trabajo para chicas”, le decía la madre a Sarah cuando soñaba con ser astronauta. Ese sueño, convertido en fantasía para las generaciones posteriores al Apolo y la carrera lunar, se decantó con los años en una ingeniería profesional exigente, arriesgada, que implica aislamiento, disciplina y concentración. Y Sarah ha seguido los pasos exigidos para esa vida, un trabajo consecuente en una base espacial, un entrenamiento complejo y sacrificado, y de pronto la oportunidad de formar parte de la tripulación de una misión a Marte junto a dos colegas, el estadounidense Mike Shanon (Matt Dillon) y el ruso Anton Ocheivsky (Aleksey Fateev). Pero mientras realiza esa minuciosa preparación para el esperado viaje, Sarah ensaya una despedida. Su pequeña hija, Stella (Zélie Boulant), la espera para terminar el baño, la mira con sus grandes ojos antes de irse a dormir, le pregunta detalles del viaje, le anticipa la secreta congoja que le genera esa separación. Con sus tiernos años, su dislexia y su incondicional cariño por la gata Laika, Stella es la gran compañera de su madre, ambas exploradoras de los parques que rodean la casa en la que viven, forjando un vínculo entrañable, lleno de alegría y emociones, de esperas y sorpresas.
Alice Winocour inspiró su película en la vida de cientos de madres astronautas que se aventuran en viajes prolongados y solitarios, en tareas que exigen soledad y precisión, y que al mismo tiempo crían a sus hijos con amor y dedicación, desafiando esos lugares comunes que vedan a las mujeres las profesiones de riesgo y aventura. Su mirada es paciente y deslumbrante, hermanando los eslabones de esa singular profesión con la intimidad de la vida familiar y cotidiana. Sarah está separada del padre de Stella desde hace un tiempo, y el viaje al espacio exige la mudanza de la niña al hogar paterno, en la ciudad alemana de Colonia. No solo implica el cambio de ambiente sino el traslado de colegio, un nuevo aprendizaje, nuevos amigos, nuevos temores. Esa misma adaptación de Stella al entorno, a las áridas matemáticas y algunas dificultades con su dislexia, Winocour las combina con los días de entrenamiento de Sarah. El fortalecimiento físico, las variaciones de la respiración y la concentración mental son puertas que se abren para ambos lados, para madre e hija, que se asoman a una vida que escapa a la previsión pero que también trae ese ritmo de aventura que anida en sus espíritus. Allí, en esos pasillos fríos de la base, o en los nuevos ambientes de la casa paterna, las vidas de ambas descubren otro encuentro posible.
Los universos cerrados
La carrera de Winocour adquirió cierta relevancia a partir del éxito de Mustang (2015 ), película para la que escribió el guion junto a la directora de origen turco Deniz Gamze Ergüven. Celebrada en varios festivales del mundo y nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera, cuenta la historia de cinco hermanas en un pequeño pueblito de Turquía, huérfanas a cargo de un tío severo y una abuela guiada por el qué dirán, que son confinadas al encierro por los mandatos sociales de la castidad y el esperado casamiento ceremonial. Si bien está basada en las propias experiencias de Ergüven en su Turquía natal y nutrida visualmente de Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola, la escritura de Winocour contribuye a la condición atípica de las jóvenes protagonistas, niñas y mujeres de un mundo al que desafían aún desde sus heridas y desórdenes. Para entonces Winocour ya había pasado por la mítica Filmin de París, había realizado cortos y había debutado en el largometraje con Agustine (2012) , ambiciosa ópera prima sobre el vínculo entre el neurólogo Jean-Martin Charcot y su paciente Agustine, exponente de la histeria femenina decretada en el siglo XIX.
Lo admirable de la carrera de Winocour es la solidez en la construcción de sus universos, afirmados en espacios cerrados, ya sea un psiquiátrico decimonónico o una estación de entrenamiento espacial en Moscú, y modelados a partir de los ecos interiores que esos comportamientos rutinarios o conductas metódicas formalizan en sus criaturas. En el inicio de Agustine, la joven criada (interpretada por la actriz y cantante Soko) de una casa aristocrática sirve la cena con el ceremonial habitual. Sin embargo, cada vez que regresa a la cocina para llevar el próximo plato, su cuerpo la traiciona de manera imperceptible. Los tímidos temblores desembocan en una irrefrenable convulsión que la deja con un ojo cerrado y una inevitable internación clínica. En el hospicio, Agustine se convierte en un conejillo de indias, junto a cientos de mujeres allí recluidas por su comportamiento anormal e imprevisible. La ‘histeria’ es el nombre de una anomalía, el retrato de lo que no debió ser, de lo inaceptable por esa sociedad que encierra lo diferente. De manera inevitable, el encuentro entre Charcot (extraordinario Vincent Lindon) y Agustine se delinea como una subterránea historia de amor y poder, afirmada en un gótico mortuorio y crepuscular, en tensión con el avance de la ciencia médica y las sociedades de control que definirían al siglo XX. Winocour delinea un paisaje oscuro y laberíntico para modelar el interior de Agustine en esa necesidad de comprensión de su propio deseo y, por ende, de su liberación.
En Prometo volver, la cámara no abandona nunca la cercanía de Sarah, el peso sobre su cuerpo que imponen las pruebas para la travesía espacial, la organización de la nueva vida de su hija, el proyecto de un viaje que carga con tanta expectativa de antemano. La atención a la dimensión concreta de la labor como astronauta y a los cuidados infantiles que implica la maternidad son los objetivos principales de Winocour, que pese a la impronta filosófica o metafísica que suponen las odas espaciales, o a los coqueteos con la ciencia ficción que la astrofísica trae aparejado, se vuelven palpables y terrenales. Lo físico y lo corporal se revela como una dimensión insoslayable: la progresión de una herida que le recuerda a Sarah la realidad de su cuerpo, la contención de la respiración bajo el agua que hace real la ausencia del oxígeno en el espacio, la pregunta por la menstruación que se revela como un tema a pensar en un contexto sin gravedad. Esa mirada sobre detalles humanos, que a menudo en las películas sobre el espacio exterior y sus enigmas, sobre los viajes a planetas lejanos y sus misterios, se hace innecesaria, aquí se torna evidente, casi urgente. “¿Te vas a morir antes que yo?”, le pregunta Stella a su madre, no como una duda infantil que asalta a los niños ante la emergencia de la muerte como horizonte posible, sino como un interrogante inmediato, evidente ante la inminencia de ese viaje a millones de kilómetros de la Tierra.
Los cuerpos que habitamos
Todos los personajes de Winocour parecen lidiar con las encrucijadas que sus profesiones imprimen a su vida privada. En su segundo largometraje, Disorder (Maryland, presentada en Un Certain Regard de Cannes en 2015), un ex combatiente regresa de Afganistán con severas manifestaciones de estrés postraumático. Impuesta una licencia en el ejército, consigue un trabajo temporal como custodio de la familia de un empresario libanés con contactos en las altas esferas del gobierno de Francia. Esa mansión donde se celebra una importante fiesta, a la que concurren ministros y ejecutivos, se revela para Vincent (Matthias Schoenaerts) como una caja de resonancia de sus angustias en horas de combate. Su interior, ceñido por el opresivo recuerdo de la guerra, se expande más allá de sus horas laborales, invade toda su vida, oscurece su mirada. Winocour nos sumerge a través del sonido, fruto de recurrentes silencios y reverberaciones, y de un espacio ajustado a su traumática percepción, en los cercanos confines de esa nueva guerra que libra el personaje, con sus propios miedos, con sus angustiantes premoniciones. Y esa cercanía se hace tan palpable como la experiencia espacial de Sarah en Prometo volver, también configurada en esos encuentros entre la disciplina profesional y la vida hogareña.
Uno de los grandes logros del cine de Winocour es el trabajo con sus actores. La exquisita forma de convertir sus cuerpos en territorios de exploración para el mundo expuesto por la película. En Agustine, la abnegada dedicación de Charcot a la naciente psiquiatría ocupa todas sus horas. La relación distante y apenas familiar que comparte con su esposa (Chiara Mastroianni) en la mansión victoriana que contiene su vida privada es el eco justo de esa entrega a su profesión. Y Vincent Lindon modela el rostro pétreo de su personaje con la mueca de la represión, encubierta apenas en la vocación científica pero deudora de un deseo prohibido, turbio en esa zona indecisa entre el descubrimiento y la fabulación. Por ello la condición de “monstruo” que detenta Agustine es innegable, con sus miembros retorcidos por los espasmos y los sonidos sexuales que reflejan la silenciada pasión, anhelada al mismo tiempo que sometida al estudio y la evaluación. Esa misma danza entre interior y exterior es la que desnuda las emociones de Vincent en Disorder y de Sarah en Prometo volver, dobles imperceptibles de sí mismos, tensados entre sus contradicciones humanas, entre el derecho y el revés de un mismo propósito.
Eva Green resulta el rostro perfecto para ese incierto equilibro en el que Sarah se sostiene. Sus rasgos apenas modelados dentro del inmenso traje de astronauta exponen su devoción por ser parte de ese mundo, por seguir a rajatabla sus reglas, afirmadas en una confraternidad masculina, de la que el Mike Shannon de Matt Dillon es el mejor ejemplo. Como Charcot luchaba por encubrir su costado humano frente a la pura mecanización que le exigía la ciencia, Sarah expulsa sus debilidades fuera de la base, las depura con la sobriedad de su ejercitación, con la pensada preparación de su partida. Pero cuando Stella la visita en las preliminares del despegue, la maternidad asoma como potencial debilidad, como el peso humano de lo irreductible. Es allí donde Winocour nos recuerda que es eso distintivo y único lo que humaniza a sus personajes, lo que los hace falibles a la predicción pero activos en su propia reinvención, lo que permite abrazar esos primitivos terrores y convertirlos en aprendizaje, entender que la fortaleza no es permanente sino itinerante, que la angustia que supone el espacio exterior, como el miedo a la guerra y el pavor al inconsciente, son sentimientos posibles y reales, materiales como el cuerpo que nos expone y nos protege cada día.