Piernas sin piernas, te lo dije: miraba vestidos, bermudas, shorts, jeans, sin tener presente lo que no veía. Me vas a decir que no era nada raro, solo que a vos te pasaba lo mismo mucho antes de que abrieran la puerta y salieran al patio. Salieran, o se quedaran mirando televisión hasta las dos de la tarde. Quizá fuera eso, la comida, la siesta, la mesa en donde apoyábamos los brazos, creyendo que veíamos los gestos actuados. Abajo, letras y palabras para formar una frase. Escuchábamos el ruido del control remoto apoyado sobre el mantel, el olor de la panera con frutas cayendo sobre los almohadones a mitad de la cuadra. Si seguíamos llegábamos. Vos creías que era cuestión de tiempo. Imperecedero. Planeando sobre las sábanas. La almohada y un bermellón de caricias encontradas. Era risueño. Gracioso. Cuando subíamos volvíamos tarde. Alfabetizadas recurríamos a lo mismo. Los chicos no lo soslayan, lo desconocen. Desconocen el paso a previo a cualquier crítica de sí mismos y de aquello que más allá les parece innecesario. Tocar, ver, sentir, ahora un celular en el recreo como lo no dicho debajo del plato reservado los fines de semana. ¿Cuál es la metáfora de una consciencia inconsciente de su reversibilidad? Si las operaciones matemáticas son reversibles, ¿por qué descreemos o tememos de lo que proyectamos? Como si un símbolo debiera reemplazar lo más cotidiano. Como si no fuera necesario. Lo hacemos todos los días mientras pensamos, hablamos o vamos al supermercado. Es parte de nuestra cultura, y en una manzana puede cambiar lo que pensamos. Por supuesto, en el futuro no existen los hechos. Wittgenstein pensaba que en una frase podían caber dos hechos. O más. En una frase resuena lo mismo que se está contando. Sí, una misma cosa puede despertar un sinfín de significados, pero comprender no es lo mismo que interpretar ni soslayar aquello que se está contando. Te digo, el otro día, como los días de semana: van y vienen, se permutan cuando cambia el escenario. Cualquier construcción puede evidenciarlo. Y eso no se aleja ni se acerca, simplemente nos hace humanos.

A veces veo pasar amigos como ellos mismos pueden contarlo. Mientras estamos escuchando. Entre una miscelánea de piedritas rojas y las mesas de granito que vuelvo a elegir para sentarme. Noches, en esos momentos ni siquiera la medianoche llega a la madrugada, cuando nos despedimos sin despedirnos de los últimos segundos de un sueño imprudente. Ahí, justamente ahí. Después la mañana que te llamé para que me pases los apuntes. Ese día Germán no lo podía creer. Me dijo: Viste que tenías razón; y esa risa solamente suya, atávica, desordenada, como tantas veces no dejaste de imitarla. Si imitamos a quienes están a nuestro lado, más cerca o más distante, es porque entonces nos parecemos demasiado, ¿no? Esos apuntes lo subrayaban: inexistencia intencional, existencia en; mentalización, lectura de la mente, ceguera de la mente. ¿Por qué La Gioconda es tan arbitraria? Porque está jugando con nuestra mente, con nosotros los espectadores, con aquellos que intentamos interpretar prácticamente lo que está mirando, sonriendo, a quiénes, dónde, por qué, cuándo. Son todas inferencias que Leonardo nos las dejó de una manera muy práctica. Pero el hecho de que sea solo una persona la que permanece sin interactuar con nadie nos permite evidenciar que es más dificultoso precisar lo que pensamos. Cuando estaba en casa; cuando estábamos en casa todo se volvía aleatorio, claro. Justamente porque estabas vos y no era necesario callar lo que pensaba. Después era redundante decir algo. Con lo que veía alcanzaba. Alcanzaba para saber que debía quedarme callada. Escrutando inexcrutabilidades. ¿Lo sabíamos? No sé, en un punto sí. Por eso no traté de saber más de lo que tantas veces volvía a aparecer delante de mi cara. Ya sabés, ya sabemos: Gustavo decía que a cualquiera de nosotros nos hubiese gustado estar tristes; rondar por esa tristeza escuchando alguna canción que nos componga. “¡Ay, sí, es el sur sureño!” Cómo te reías. Éramos jóvenes, ni tan chicas ni tan grandes, pero esa película nos encantaba. Debajo de un florero de plata transparente para que las cenizas cayeran sin ensuciar la alfombra. Pero no creo en culpables. Quizá, fuimos. Fuimos responsables cuando supimos que ya no dependíamos de nadie, que aquello que se presentaba en nuestra vida diaria nos hacía partes. Por eso cuando leías insistías en una clase grupal, formada por grupos de alumnos que aprendieran que la colaboración era un derecho y un deber. Crecer. El ciclo de la vida. No esperemos envejecer para darnos cuenta de lo que necesitamos y deseamos.

 

En una calle que llega a un paredón: vi, pude ver lo que no esperaba. Tres cuadras antes te escribí el miércoles a la mañana. No, no es eso. Pasó tiempo, mucho tiempo a pesar de los veinte años que contamos. ¿Cómo no recapacitar? A las dos de la mañana, a las seis de la tarde es imposible encontrar espacios que no choquen con el malhumor de quien asimismo persiste en recordarlo. Incertidumbres que deberíamos tener presentes. Educación cívica no llegó tan tarde. Diez antes del siglo que sigue comenzando. Metrificaciones, petrificaciones, sumándose a un control que desborda las veredas que no cuajan. Ese exterior ideal que buscamos, reemplazamos, encontramos sin resolver si la naturaleza prescinde de una lectura debajo de una parra. O si es necesario creer que nuestros estudios son consustanciales con el ideal que incorporamos, recién ahí donde no sabíamos que lo sentiríamos tanto. Ausencia de una mañana reclamando la singularidad propensa a su madrugada. Sí, inflexible como la noche. Flexible como un recodo del tiempo en un cajón porque recordamos. Después despertamos. Cuando escribí el mensaje esperé a que lo vieras para mandarte un audio. Es esta debilidad. Esta vulnerabilidad. Es la manera de tenerte presente, para mí, para vos, porque no puedo dejar de quererlo. Y si fuera al revés, qué importa. Dejé de controlar lo que siento, sabiendo que ciertos impulsos son míos como también tuyos, seguidamente humanos. Como las opiniones compartidas. Si las ideas son diferentes a las ideologías, ciertos impulsos cuestionan la existencia de quienes nos relacionamos, porque somos nosotras las que no nos soportamos. Y el hecho de que para poder expresar nuestras ideas debamos aceptar que serán públicas o compartidas es la ética más importante que preserva Educación Cívica. Tengo que llegar temprano. Es medio tarde y no sé exactamente los horarios. Un beso y un abrazo grande ¡principesco!