Los cuarenta o la cuarentena, de la primera no me salvé y de la segunda zafé por unas semanas. Así el cambio de década personal vino con el de la amenaza pandémica y la soledad hogareña. Guardarse como autocuidado y una esperanza vacía: la espera de que pase, esta enfermedad en potencia pero no los años. Cuarentona es casi como cuarentena para regocijo de los detractores de la e, porque en esta ocasión la o es la deseada. Sin embargo bajo esas dos palabras la única verdad es que no son cuarenta sino catorce días de vida hogareña y que cuarentona ya no tiene ni tendrá el peso burlón del que iba acompañado.
Pasé mi tarde de sábado en soledad, escuchando el podcast de la Lesboteca, un archivo oral de primeros amores disidentes, un registro de historias que trascendieron la norma relatados por sus protagonistas. Las voces invitan a la escucha: Marta Dillon, Mariana Komiseroff, Julieta Laso, Maruja Bustamante y otres. El relato de Marta, el primero que se encuentra en el sitio en Spotify, narra cómo su primer amor nació en una agonía, cómo la enfermedad articuló lazos amorosos en vez de prohibitivos, cómo esos lazos se extendieron después de la muerte y cómo las lesbianas trazamos círculos intensos y también -como la crítica señala- endogámicos. Esta endogamia que a la luz de la muerte se vuelve vitalidad positiva.
Ahora que se plantea el cuidado de alejarnos más de dos metros de cualquier persona y no saludarnos con un beso, tomamos uno de dos caminos: o nos rebelamos contra esa norma, saludando igual a los abrazos, escudriñando teorías políticas conspirativas, o hacemos acopio de alcohol en gel profundizando la fobia social en redes al decir lo lindo que es dejar de salir a la calle. Paradojas, porque lo cierto es que lo del codo a codo fue un invento lesbiano y hablar horas y horas sin tocarse o mantener relaciones a distancia es desde siempre una de nuestras formas de existencia. El coqueteo océano o continente de por medio, los mensajes, las cartas, la imposibilidad del encuentro, fragmentos en una historia de la clandestinidad que tramó parte de nuestras historias personales. El codo a codo era el tomados de la mano de las parejas hetero que ahora se vuelve saludo oficial de la pandemia. Una amiga, que forma parte de la cadena de relaciones que se reciclan, me manda una película para afrontar mi cuarentena pero sin darse cuenta alivia mis cuarenta: Retrato de una mujer en llamas. Una belleza de película de Céline Sciamma (lliama, es que el sonido no perdona) ambientada en el siglo XVIII francés que narra la historia de Marianne y Héloïse, una pintora y su modelo a la que debe retratar. Lo que sucede es que Héloïse se niega a posar y entonces Marianne la acompaña a dar paseos por acantilados peligrosos para retener en la memoria su cara y después llevarla al lienzo. Además de ayudar a otra mujer más joven a abortar, que no es poco, estas dos se enamoran pero saben que no va a ser posible - ¡claro! Por mi parte, igual que Marianne, o nosotras en cuarentena, o en los cuarenta, intento retener en la memoria sus manos apenas rozadas con las mías, el movimiento de su pelo, el corte de su cara para armar el cuadro, pintarlo en mi pensamiento, una escena imposible pero real en mi cabeza, una escena que no repone ni un llamado ni el streaming, algo que solo sucede en el espacio del pensamiento. Orfeas, debatiéndonos si voltear o no para mirar y que todo se desvanezca: dejar de seguirla en IG, silenciar grupos, evitar la mirada para no ver. Marianne vuelve el rostro una última vez y Heloise se esfuma pero sabe que no muere, que regresa en otro espacio, en otro encuentro en medio de una multitud, mientras suena una sinfonía y sin ninguna necesidad de otro dispositivo todo se vuelve presente.