La epidemia del sida nos enseñó varias cosas sobre nuestras sociedades, políticas y epidemias, que pueden ser útiles hoy para entender y actuar en relación con el coronavirus. Quienes leen Soy se acuerdan bien, lo saben bien.
En los ochenta y noventa, cuando aparece y se extiende la epidemia del VIH, se busca intervenir mediante miedo e información. El sida mata, nos dicen, cruelmente y rápidamente. No es un chiste, no es una conspiración. Al sida, al virus, pues, mejor temerles. El miedo paraliza, sí, pero si a algo no se le teme, ¿por qué valdría la pena hacer algo al respecto?
Para hacer algo con el VIH, hay que saber cómo se transmite y cómo no se transmite el virus. Y, con ello, saber cómo se previene y cómo no se previene la transmisión, cómo cuidarse y cómo cuidar. Las campañas pues se focalizan en despertar el temor y en informar.
Enseguida nos damos cuenta de que el miedo y la información, solos, no alcanzan. Las personas y grupos sociales tienen sus valores, prácticas, códigos, y comparten distintos sentidos comunes. Podemos temerle a la enfermedad y saber cómo es la transmisión y cómo se previene, pero los sentidos compartidos pueden hacer que los comportamientos preventivos se vuelvan difíciles o imposibles. Por ejemplo, si “queda mal” para una chica tener preservativos en su mochila, probablemente no los tenga. Aparecen entonces las campañas para modificar los sentidos sociales circulantes entre los distintos grupos sociales y comunidades, muchos de ellos estigmatizantes, que atentan contra la prevención.
Sin embargo, temer, saber, y modificar códigos y sentidos, no alcanza. Alguien puede saber que tiene que usar preservativos, en su grupo social esto se considera aceptable, pero sucede no son accesibles. Se puede recomendar el testeo, pero a menudo no es accesible. Te dicen que no compartas jeringas, pero no se las consigue. Que tengas sexo más seguro pero a tu casa no podés llevar a tu pareja porque no es la que la familia esperaría. Que te testees, sigas el tratamiento como corresponde, te hagas los análisis de monitoreo: pero a veces no hay o las condiciones de acceso lo vuelven imposible.
Lo que sale a la luz una y otra vez es pues que hay condiciones estructurales – institucionales, legales, políticas– que vuelven prácticamente imposible cuidar y cuidarse. La persecución del uso de drogas, de las sexualidades no normativas, la falta de acceso a insumos de prevención y de tratamiento, la falta de recursos materiales, todo eso hace que aunque temas, sepas, te parezca bien y quieras, no puedas cuidarte ni cuidar.
Aquí tres comentarios más:
Uno, las capacidades de cuidar y cuidarse no están distribuidas al azar, sino sistemáticamente y de manera sistemáticamente desigual. Los privilegios y subprivilegios de clase, raza, género, orientación sexual, identidad de género, estatus migratorio, la privación de libertad, el uso de drogas, las fuentes y pretextos de estigma, discriminación y violencia, las diferencias regionales, etc. todo eso hace que el cuidarse y el cuidar esté determinado socialmente. En suma, la vulnerabilidad es social, es estructural, no solamente ni principalmente individual.
Dos, el Estado no es un actor que interviene luego, después, sobre esas vulnerabilidades. El Estado produce y reproduce esas condiciones estructurales, garantiza o impide, sistemáticamente, que las personas y grupos puedan cuidarse y cuidar. El Estado crea vulnerabilidad.
Tres, las respuestas son siempre multisectoriales y con el involucramiento de la sociedad civil, de los grupos sociales involucrados. No hay respuesta respetuosa de los derechos, ni respuesta eficaz, sin la participación en primera persona.
En suma, con la epidemia del VIH/sida aprendimos mucho y luchamos mucho en todos esos planos (individual, social, político-estructural). Y todavía falta mucho.
Ahora, el coronavirus. ¿Qué aprendimos?: para que nos cuidemos y cuidemos necesitamos:
· Individualmente, temer a la enfermedad y a la epidemia – y los datos del coronavirus parecen sostener la idea de que estamos ante algo temible; conocer cómo se transmite y cómo no se transmite el virus (para ser eficaces y también para evitar discriminaciones arbitrarias), y cómo se previene y cómo no se previene.
· Socialmente, necesitamos entender y modificar cuáles sentidos circulantes promueven el cuidado y cuáles atentan contra el mismo. Por ejemplo, valores tan caros como compartir el mate o visitar a la abuela, hay que replantearlos, provisoriamente pero firmemente. Entender que la distancia física es hoy cercanía social. Ni hablar de los comportamientos despreciables de tantos individuos y clases que históricamente se han c.. en las y los demás.
· Y fundamentalmente, como con el VIH, es preciso contar con un Estado, un sistema público de salud, un Estado con recursos materiales de políticas sociales, con acceso al testeo y a los tratamientos disponibles. La intervención del Estado “no viene después”. Es la que produce y reproduce la vulnerabilidad y el daño, o no, o no tanto. Años de desguace de los sistemas de salud pública están mostrando sus crueles consecuencias. El Estado no llega tarde, está a la base del problema y de las posibles soluciones. El Estado no puede pedir responsabilidad sin reconocer derechos (ejemplo: quedate en casa; pero si no tenés casa…).
Por último, como con el sida, como el cambio climático, nada se puede encarar dentro de los ficticios límites en los que está parcelado el planeta. Nadie se salva en soledad.