Si uno vive en Salvador de Bahía, ¿dónde debería pasar los veranos? Pues bien: en casa. Proverbialmente gregarios y buenos anfitriones, Caetano Veloso y su mujer Paula Lavigne suelen abrir las puertas para recibir a los amigos y todos esos colegas de paso por la ciudad. Noches tranquilas de estrellas tranquilas. A comienzos de 2018, sin embargo, aunque Veloso estaba preparado para entrar a grabar sus nuevas canciones apareció casi accidentalmente el brote de otra cosa. “El cantante y compositor Magary Lord trajo a un clarinetista a casa –dijo, en una entrevista para O Estado de S. Paulo-. Todo el mundo quedó encantado con su musicalidad y la dulzura de su instrumento. Tocamos cosas ya conocidas. Me acuerdo de quedar muy impresionado cuando hicimos juntos ‘Futuros amantes’ de Chico Buarque”. ¿Quién era ese chico?
Sin timidez, Ivan Sacerdote comenzó a sugerir canciones del dueño de casa. No cualquier cosa: desde "Trilhos urbanos" de Cinema Transcendental (1979) hasta el “Voce nao gosta de mim” , pasando por varias perlas de Livro (1997). No era precisamente un novato. Carioca de nacimiento pero entrenado largamente en Salvador, Sacerdote había hecho su carrera como clarinetista en la Universidade Federal da Bahia y luego pasó una temporada jazzística en Europa. En la distancia, como es fama, se reencontró con la música de su pueblo. Se arrodilló frente a los discos de João Gilberto y, de regreso en Brasil, se incorporó al circuito como músico de la cantora Rosa Passos.
Ni lerda ni perezosa, Lavigne entrevió un disco. Acaso con humildad, Caetano propuso sumar un guitarrista con otro hándicap (“de preferencia, Felipe Guedes: otro joven musicalmente genial de Bahia”) pero el proyecto decantó hacia un diálogo y una antología. Lavigne apuntó unas horas en los estudios de Carlinhos Brown y, para la otra mitad del disco, agenció unas sesiones en la filial neoyorquina de Vevo. El asunto levantaba un vuelo inesperado. Sin embargo, decididos a preservar el color hogareño, encararon el camino con menos ensayos que “cantorías”. Con un perfil deliberadamente bajo y estrictamente musical: sucinto a una idea. Como si, además de la espontaneidad jazzística, quisieran mantener a raya toda esa escala de la parcería.
Caetano, en ese sentido, iba de Guatemala a Guatepeor. Recién había cerrado el ciclo de su histórica gira junto a Gilberto Gil y, en un abrir y cerrar de ojos, el concierto con sus hijos pegaba un altísimo e inesperado subidón de popularidad. Así, escoltado por la juventud de Moreno, Tom y Zeca, tocó para una nueva generación de oyentes y hasta se subió a los escenarios del Lollapalooza. El repertorio que probaron con Sacerdote, a diferencia de Ofertorio y Dois amigos, um século de música, no estaba concentrado sobre los grandes éxitos. Guiados por un hilo crepuscular, Veloso y Sacerdote escogieron sus páginas con un criterio casi sibarita. “Peter Gast”, aquella balada existencialista del disco Uns (1983), resultó el gambito de apertura. Aquí, con los comentarios del clarinete sobre los versos beckettianos, suena como si Chet Baker se ocupara del “Tema del hombre solo” de Jaime Roos.
Desde luego, no parece necesariamente un riesgo. Son canciones conocidas por el fan y de belleza probada que, a pesar de la naturaleza del ensamble, no se alejan de sus primeros arreglos. Incluso temas como “Aquele frevo axe”, grabada originalmente por Gal Costa, siguen un curso que parece abrirse paso de forma natural. Ahí, sin embargo, está el hallazgo. Acompañado por el violín de Cézar Mendes, co-autor de la pieza, Caetano ofrece el pase de magia: en el mismo movimiento, desplaza el temperamento de la canción hacia una zona vecina y corre sutilmente las sillas para hacer sitio en la mesa. Sacerdote, en ese sentido, no pide permiso. Su ataque es cristalino y elegante, pero está lejos del ascetismo. Como si el muchacho hubiera estado esperando largamente este momento, tuviera muchas cosas para decir y se salteara el pánico escénico.
"Tuve el privilegio de dialogar con diversos artistas de la escena local y nacional, enriqueciendo cada vez más mi investigación sobre el clarinete popular en Brasil –dice Sacerdote-. El trabajo con Caetano llega para consolidar la búsqueda de todos estos años. Con sus composiciones, su voz y su guitarra en un disco de este formato, Caetano contribuye generosamente a la valorización y la difusión de la música instrumental hecha en Brasil. Que un artista de esta magnitud se ofrezca para la improvisación de un clarinetista es una señal: la música brasilera no tiene fronteras”.
Aunque nadie parece dispuesto a admitirlo, la analogía está frente a nuestras narices: Stan Getz y João Gilberto. Al margen de la música, el tráfico de este encuentro es muy otro. El disco editado por Verve en 1964 fue, a la distancia, un featuring comercialmente exitoso para dos partes de capa caída. Por un lado, llevó la matriz de la bossa nova (las canciones de Vinicius y Jobim, la guitarra de João y el paisaje que producía esa alquimia) hacia todo el espectro del mercado mundial. Así, en el alba de la beatlemanía, todas las chicas querían el ángel a-gogó de Astrud y todos los chicos querían conocer a su girl from Ipanema. Por otra parte, en el preciso momento en el que el jazz quedaba definitivamente desbancado como música popular, se convirtió en un hitazo monumental de premios y ventas. En ese sentido, la colaboración de Veloso y Sacerdote trabaja en un nivel doméstico.
Lanzado oficialmente el 16 de enero, el disco llegó a las plataformas digitales sin hacer demasiado ruido. Cubierto por una tapa tan deliberadamente sobria que termina siendo fea (acaso le hubiera venido bien un diseño en la línea de Blue Note o el propio Verve), apareció en el streaming acompañado por la noticia de su presentación en el Teatro Castro Alves de Salvador. El nombre del concierto es elocuente: "Caetano Veloso apresenta Ivan Sacerdote". El faro mundial de la canción introduce, como un Caballo de Troya, al joven prodigio local de la música instrumental. Eso, en los papeles. En el aire, solo quedan las flechas negras de “O ciúme”: la resistida resignación de los celos compartida, en el punto ciego de la noche, entre el cantor y un viento de maderas. La mera música.