en memoria de Rubén Naranjo
Hay una luz que no deja de bailar sombras.
Mi abuelo estaba lúcido y sano, lo habían convencido de ir al “residencial” porque le terminaba saliendo barato. Siendo fiel a su estilo, hizo algunos bardos pero después pareció adaptarse. Nosotros éramos chicos, no habíamos cumplido los seis cuando en la primera semana del coronavirus a mi abuelo lo echaron del geriátrico. En todas las familias hay secretos. Las tías decían que lo habían traído para que nos contara cuentos; pero mi prima Stella decía que lo habían echado porque en su dormitorio siempre había “baranda” a porro, mi hermana mayor afirmaba que había sido porque tenía un pen lleno de películas pornos y las ponía cuando las “chicas” se ponían a hacer manualidades. Así fue que cada tarde, cuando nos habíamos aburrido de los jueguitos del celu y ya no nos quedaba pared sin pintar con nuestros crayones, aparecía el “Nono” y nos empezaba a contar una historia.
Aquel atardecer, el Nono nos hizo buscar bolsitas de plástico y llenarlas con agua. El un juego/misterio nos gustó. Cuando subimos la escalera para ir al altillo, mi tía, la docente, nos rogó que no hiciéramos ningún enchastre “allá arriba”. El “Nono” disfrutaba el momento/juego igual que nosotros, subía despacio detrás de la caravana de nuestras inocencias virtuales.
La Historia nunca se puede manipular en un legajo pequeño burgués/universitario. Ft. Cristina Viano.
El atardecer de marzo cubría de penumbras al altillo, nos hizo sentar en las sillas viejas y ya nos empezó a contar:
- Estábamos presos, pero por algo mucho más sano que lo que está pasando ahora, estábamos presos porque estábamos enfermos de libertad. Éramos jóvenes, habíamos salido a la calle a protestar, a construir libertad en medio de la dictadura.
Mi hermano más grande le preguntó si “estar preso” era parecido a “quedarse” en casa, no poder ir a la escuela ni a los juegos del shopping ni a la plaza. Mi prima más chica le preguntó por qué no encendía la “luz”. El “Nono” siguió contando que le habían pasado cosas que no podía olvidar. No, eran cosas feas las que les habían pasado allí, todo lo contrario. Al lado de su celda había un inocente viejo anarquista condenado a perpetua que contaba cómo habían obligado a los presos a cavar el pozo del Laguito, subir carretillas de tierra para hacer la Montañita, de cómo mandaban cartas de amor con palomas mensajeras a las chicas que trabajaban en las fábricas de bolsas de arpillera de la calle Callao.
El relato de la Historia cotidiana se asfixia en la institución universitaria.
Nosotros lo escuchábamos atentos con las bolsitas llenas de agua inocentes en las manos, la voz del “Nono” tenía magia/cadencia y sin pantalla nos hacía “ver” su celda. De un lado estaba la ocupada por aquel anarquista y del otro estaba un libertario imposible, un pintor al que los milicos pretendían “domesticar”. El “Nono” contaba que el pintor era un colorado ruliento, casi no hablaba, los milicos le habían quitado una caja con los pomitos de pinturas, unas cartulinas y los pinceles que le habían llevado sus amigos.
Era otoño rosarino, el “Nono” decía que las paredes de las celdas eran altas, el sol caía a eso de las seis de la tarde, el viejo anarquista seguía contando lo jodido que había sido terminar de hacer la “Montañita”. Entonces fue cuando el pintor de “Tucumán Arde” empezó a gritar como si estuviera en libertad y en la tribuna que daba al Hipódromo y la Lepra de Obberti-Zanabria-Becerra hubiera hecho un gol. “¡¡Eureka, eureka, lo conseguí!!”
Mis primos y yo, agitando nuestras bolsitas de agua y la intriga compartida, le preguntamos al Nono qué significaba decir “eureka”, esa palabra. Y qué era lo que había conseguido.
- Resistir es crear, - nos contestó el “Nono” - el pintor llenó la celda de colores prohibidos. Ahora vamos a hacer lo mismo, por eso les hice traer las bolsitas con agua.
Y nos hizo parar en las sillas, nos pidió que con palitos “de la ropa” abrocháramos las bolsitas de agua en la misma soga donde la Nona colgaba la ropa en el altillo cuando llovía.
Aquella tarde de marzo 2020 y coronavirus, el sol se volvía gordo en el crepúsculo del oeste. Los últimos rayos entraban el ventiluz del altillo y daban justo en las bolsitas de agua que el “Nono” nos había hecho colgar. Las penumbras se desvanecieron en el altillo y un arcoiris se abrió en pared. Nunca sentimos tanta magia/energía en un cuento, no lo podíamos creer, tocábamos los colores en la pared. Todos los chicos gritábamos, saltábamos para llegar los colores. Cuando nos calmamos un poco, el “Nono” nos contó que el artista libertario que había pintado un arcoíris en la vieja Alcaidía era un leproso llamado Rubén Naranjo.
Hay luces que no dejan de bailar en las sombras.