No es que no se haya hablado del exilio; se lo ha hecho de mil maneras y desde hace milenios y siempre queda algo por decir. Se sabe lo que la palabra significa pero eso no necesariamente permite que se use de una sola manera, una cosa es hablar desde la experiencia --yo puedo hacerlo pues pasé por ello-- y otra política o aun filosóficamente, desde fuera, hay mucha literatura al respecto.

En cuanto a la experiencia, debe haber tantas interpretaciones como sujetos que lo han vivido; debe haber, por lo mismo, mucho en común, notoriamente cuatro objetos de relato: el concerniente a lo que lo motivó, la instancia de la llegada a otro lugar, cómo se lo procesó y el regreso. Varía el dramatismo en cada uno de esos aspectos: para muchos todos son presentados como catastróficos, para otros hay atenuaciones en algunos aspectos, en particular en lo que se puede considerar la adaptación a esa situación tan anómala.

Creo que nadie que se haya visto en ese trance no ha pasado por la sorpresa de lo diferente: encontrarse de pronto, obligado, lejos de lo que lo motivó, con mundos consolidados en principio impenetrables, idiomas, modos de vida, no es fácil de entender, depende desde luego de la mayor o menor distancia que se tenga respecto de lo conocido: no es lo mismo para un argentino exiliarse en Uruguay que en Suecia o en África; no es lo mismo regresar al país y ser recibido como si el exilio hubiera sido un mero paréntesis que encontrarse con rechazos incomprensibles.

Es mucho, el tema se me escapa de las manos, está lleno de dificultades; la primera y fundamental es las notables diferencias en la motivación, de lo económico y social, casi constante en Europa y hacia América, a lo social, casi constante en África hacia Europa, y a lo político, que tanto afectó a Europa entre guerras y luego a América Latina durante las dictaduras y a causa de ellas. Es tanto que ha dado lugar a verdaderos tratados: en realidad el exilio forma parte de la historia de casi todos los países del mundo, aunque muchos de ellos lo hayan olvidado y quienes fueron herederos de los protagonistas no tengan idea de lo que fue la épica de sus antecesores e incluso se manifiesten violentamente en contra del fenómeno en la actualidad: el muro de Trump, las leyes restrictivas, el cierre de fronteras y otras bellezas semejantes.

Este capítulo sería interminable y sus rasgos se comprenden perfectamente así como se comprende el concepto de experiencia. Pero ahora quisiera referirme sólo a la cuestión de la adaptación. Tema más complejo porque intervienen diversos factores para evaluar lo central, o sea si fracasó --en el caso de los exiliados que consideraron el país de acogida como transitorio, por lo tanto poco interesante, hasta desdeñable-- o si tuvo éxito, o sea los exiliados que lograron no solo hacerse de un lugar en terreno desconocido sino también incidir en prácticas de todo tipo en virtud de determinadas competencias pero en relación con políticas favorables a tal posibilidad.

El encuentro más o menos armónico, por lo tanto, entre dos instancias o categorías, saberes y políticas, favorece una adaptación y sus resultados, no vale la pena ocuparse de lo contrario. Ejemplos claros de ambas posibilidades para un momento muy especial: los Estados Unidos, que aprovecharon que científicos, escritores, músicos y cineastas alemanes hubieran sido perseguidos por los nazis para recibirlos, darles cabida y aprovechar sus competencias: no fueron tan generosos con exiliados del montón en la misma circunstancia; México, para hablar de la misma época, abrió sus puertas para republicanos españoles, tanto intelectuales y artistas como “exiliados del montón” (para emplear la misma expresión) y eso implicó un cambio inapreciable, el paso a otro estadio cultural y más o menos lo mismo hizo en la década del 70 y siguientes, los argentinos nos beneficiamos con esa política. La Argentina, en el momento bélico, abrió sus puertas parcialmente, recibió pero que yo sepa no a demasiados del “montón”.

Lo que intento recuperar ahora y aquí es sólo un detalle de los resultados de la adaptación. Se trata, es una ocurrencia, de los cambios que se operaron en diversos países con la llegada de determinados exiliados. Es notorio lo que pasó en la ciencia norteamericana con Einstein y otros científicos europeos pero no se ha prestado demasiada atención a lo que sucedió en otros campos; puedo mencionar lo que pasó en México con el exilio español republicano, un vigoroso cambio de estilo en modos de vida, en la educación, en el pensamiento y en el cine: basta señalar como un hecho muy conocido el nombre de Luis Buñuel para comprender esta afirmación, el cine mexicano fue otro después que empezó a producir. Podría extenderme sobre este particular pero quiero poner el acento en otro lugar, los Estados Unidos, país al que se le atribuye una identidad tan fuerte que casi no se puede pensar que algo venido de afuera habría podido modificarlo. Y, sin embargo, ocurrió, al menos, esto me importa ahora, en un campo, el del cine.

A partir del momento en que el nazismo empezó a limpiar el terreno, siguiendo su espontánea inclinación a destruir la inteligencia, varios cineastas --Fritz Lang, Billy Wilder, Robert Siodmak, Jean Renoir, Julien Duvivier y muchos más-- llegaron a los Estados Unidos, acompañados en el exilio por escritores como Bertolt Brecht o Thomas Mann, entre otros, y músicos, Arnold Schoenberg, Bela Bártok, Kurt Weill, Alban Berg, por nombrar a los más conocidos. Todos pasaron por las cuatro instancias propias de la condición del exilio pero algunos, en el proceso de adaptación modificaron, alteraron, renovaron y abrieron gracias a una lectura de esa realidad que debían comprender. ¡Vaya si la comprendieron!

No estoy en condiciones de razonar sobre ese conjunto ni sobre todos sus resultados. Me detengo en un solo aspecto, el del cine; puedo decir que la experiencia que traían era el arma que podían emplear para ir más allá de los rituales con los que se encontraron. De ello resultaron, en un sentido general, tres caminos que sacaron de la costumbre al cine con el que se habían encontrado y que era propio de la industria: el “policial negro”, la tragedia moderna propia del capitalismo, el “western” como épica del abuso, y el psicoanálisis como desciframiento del drama individual y de la anomalía social. ¡Casi nada! El cine producido desde más o menos 1938 hasta que el MacCarthysmo frena hacia 1950 el desarrollo de la crítica.

Y nuevamente una limitación de mi parte: pienso en eso sólo en relación con los cambios que pudieron imponer en el comportamiento actoral. Imagino los esfuerzos para reconducir a actores que se suponía consagrados, recitadores solemnes y actrices sin la menor noción de representación, para sofrenarlos y se diría que reeducarlos, refinándolos, incitándolos a comprender que detrás de cada papel hay una cultura, detrás de cada gesto una comprensión, que cada interpretación es una creación.

Puedo ver el cine de entonces y me parece que es el de hoy, el mejor de hoy. Puedo pensar que no es extraño que después de presencias en las pantallas de Lang, Wilder, Duvivier, haya podido surgir nada menos que El ciudadano Kane, que nos dice todavía y nos seguirá diciendo.

Puede parecer poco importante este aspecto de la adaptación cuando se le enfrenta nada menos que el sonoro tema de la bomba atómica, también fruto del exilio, aunque no deseado; sin embargo, algo significa, nada menos que el papel que desempeñó el cine norteamericano durante la guerra, si no en las batallas o en la estrategia militar, seguramente en las imágenes que recorrieron el mundo entero y generaron la repulsa del nazismo y la justicia de la causa que implicaba la lucha contra esa aberración. Más sobrios, más convincentes esos actores, más profesionales, más artistas, que aprendieron la lección de los maestros recién venidos, se convirtieron en íconos de la lucha contra el mayor flagelo que haya conocido la humanidad en toda su historia. De modo que poco importante no es.

Exilio, pues, no es algo como para que suscite piedad. A lo mejor es una condición que se lleva dentro y que circunstancias perversas ayudan a salir. Lo decía Kafka.