Bocaccio la tenía clara cuando los personajes de su Decamerón huyen de ciudades y pueblos y se aíslan en el campo. No se lavan, que en esa época no era costumbre, pero cuentan cuentos, dan un ejemplo de picaresca italiana, celebran con sus historias la vida urbana de la que acaban de escapar. El libro, como el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, es un ejemplo de la paradoja que el contagio nos impone, que nuestra mayor creación cultural, la ciudad, nos pueda matar simplemente por vivir en una.
La situación ya es algo de cajón en cualquier película apocalíptico/viral, sea de pandemias o de zombis. La mortandad en las ciudades es enorme y los protagonistas huyen al campo, a la casa tan aislada en el lago, al pueblito de los abuelos, la chacra de un amigo. El campo tiene agua de pozo, faroles, animales para cazar, alacenas llenas y sobre todo la posibilidad de alejar al otro, aunque sea a balazos.
La ciudad, en cambio, es el otro y su seducción es la cantidad de gente con la que uno puede vivir. La masa urbana ofrece el anonimato de hacer todas las macanas posibles y empezar de nuevo pasando de Belgrano a Balvanera. Y también la comunión de la manifestación, del recital, del teatro o simplemente de las calles llenas de personas para mirar, para hablar, para sentirse rodeado. Hace años, un inmigrante muy pobre me explicó por qué era negocio venirse a Buenos Aires, bancarse la explotación y la discriminación por su cara morocha y su acento. Simple, dijo el hombre, yo vengo del campo y acá hay cines, hay donde salir, hay mujeres para conocer, hay restaurantes. Hay ciudad.
En la ciudad se vive uno arriba de otro, uno al lado de otro. Se viaja con contacto físico, se va de la mano por la calle y se sabe que siempre, sea la hora que sea, hay alguien. Esta masividad, esta compañía constante, es su gloria y su alienación, y las ciudades están hechas para esto, desde el ancho de las veredas hasta el sistema de agua corriente. Todo presupone mucha, mucha gente, parques como tapizados de humanos los domingos, estaciones de trenes que hacen fluir humanidades, autopistas sobredimensionadas para la hora pico, gente, gente y más gente.
Por eso nos conmueven las fotos de ciudades vacías, desoladas porque falta lo más importante, la gente que las ocupen. Parecen fantasmas, algo antinatural y peligroso, lugares algo grotesco donde sobra espacio, vereda, edificio, parque. Si se ve la foto de una aldea, un pueblo pequeño o una casa de campo, es hasta natural que no haya nadie. Se asume que los habitantes están en casa, ocupados con sus vidas, y no se espera necesariamente verlos afuera. Esto es lo antinatural en la imagen de la ciudad vacía, que justamente su razón de ser es llenarse, desbordarse, mezclarnos, juntarnos.
Cuando las inventamos hace milenios, inventamos prácticamente todo lo que concebimos como cultura. Con la ciudad aparecen desde la escritura hasta los impuestos, los espectáculos, la literatura, el ágora, los talleres especializados, el negocio, el restaurante. Los políticos atenienses hacen populismo en las plazas y los dictadores apalean a manifestantes. Más allá de los cambios inmensos en esos miles de años, reconocemos lo que pasa en Uruk y en Babilonia, porque una ciudad es una ciudad.
La mayoría de los humanos vivimos hoy en ciudades, sean de cristal o de cartón, vivimos vidas urbanas. Es por eso es que este coronavirus, más allá de miedo que le cause a cada uno, es tan desconcertante, porque nos ataca justamente por nuestro estilo de vida urbano. La proximidad, lo gregario, el río humano, son sus vectores, su ganancia, su estrategia. La prevención es anticiudad, es aislamiento, distancia mínima de un metro, quedarse en casa, cerrar todo lugar de encuentro, cancelar la vida cultural.
Qué bicho ladino.