al Aleman Gall, in memoriam

 

 

Ahora sí. Con la partida de Amadeo se cierra mi infancia, que no fue enteramente futbolera. En mi Rosario natal vi atajar en mi Ñuls de entonces a Tarnawsky –quien junto con Ambrosich y Ponce formaban una defensa inexpugnable casi como la de Stalingrado–y en la línea media Biale, Peano y Sachi, mi Dios de aquellos días. También vi a Julio Musimesi, el arquero cantor que solía aparecer por radio. O en el clásico local al auriazul "Gato" Andrada, que según supimos después, terminó siendo un canalla por partida doble, pero de la peor estirpe durante la dictadura militar.

La aparición de Amadeo un par de veces al año en el césped rosarino ya era por entonces un raro acontecimiento.

Desde las magras plateas femeninas te sacudían los suspiros. Y el silencio inicial de los hinchas locales y visitantes concentrado en su figura, se convertía rápidamente en aplausos para ese galán alto y sobrio que imantaba y se robaba de entrada el encuentro a disputarse. Como distraído, hacía algunos jueguitos elegantes con los pies y manos, pero a sabiendas de que todo el mundo lo miraba en esos momentos, porque segundos antes de la pitada inicial saludaba discretamente a las dos hinchadas levantando una mano. Y ahí llovía otro aplauso, esta vez atronador. Ningún arquero del país era capaz de concitar esas escenas imborrables, al menos para mí.

Desde muy temprano ocupó un lugar de privilegio en los álbumes de figuritas que juntábamos con alegría. Y creo que curiosamente no poníamos la suya en el montón que parábamos contra la pared para acertarles desde el cordón de la vereda con tuercas o piedritas, atentos a que algún forajido de la otra cuadra pasase corriendo y nos las robase de arrebato.

Años más tarde, aparecí un domingo en la cancha de Central tras el perfume de una joven fanática de este equipo que jugaba contra River, y tuve el excepcional privilegio de ver el golazo que le hizo el Flaco Menotti, que pateaba con una fuerza descomunal desde muy lejos del arco. Ya canoso y retirado, escuché contar a Amadeo ese gol en una entrevista. Con sinceridad e hidalguía –de biógrafo, según sus palabras– lo recordó por el fantástico remate inesperado desde tamaña distancia que lo encontró mal parado, dejando descuidado un peligroso flanco en el arco que el Flaco aprovechó con astucia.

Amadeo sabía que era un crack y que tenía su pinta, pero no se la creía. Modeló alguna vez para una marca de ropa, pero esencialmente, para generaciones de hinchas, arqueros y jugadores como un ejemplo en todo sentido. Sus apariciones en las canchas hablaban de entrega, creatividad y compromiso. Fuera de ellas, de humildad, discernimiento y sobriedad para opinar sobre problemas futbolísticos, de jugadores y de sus colegas de los tres palos. 

En toda su carrera su estilo sintetizó el anhelo de ubicar a un deporte en una zona de fiesta, pasión y alegría, para derramarlo como encuentro superador en la vida de una sociedad. Tan lejos de este presente, donde la religiosidad obnubila a seguidores fanáticos que dejan en jugadores millonarios y empresarios que los comandan, el diezmo de sus mejores ilusiones.

Algo contundente y misterioso alberga el legado de un deportista que a los 93 años y a 52 de su retiro como futbolista, hace que hoy recalemos en su figura. Quizás en detenerse a pensarlo esté la llave de su secreto y nos haga mejores no sólo como deportistas, escritores, músicos o periodistas, sino como personas. Esa es tu gran victoria y tu mejor partido, querido Amadeo.