Desde Río de Janeiro
Más que previsible, era algo absolutamente seguro. Y sin embargo, la confirmación del primer caso de contagio en la inmensa favela Ciudad de Dios, en la zona oeste de la ciudad de Rio, disparó alarmas y pánico.
Acorde al censo más reciente, solamente en el área urbana de Río existen unas 740 favelas (hay quien asegure que son más) que abrigan un millón y medio de personas, casi un cuarto de la población total. Si se considera el conurbano, hay que sumar al menos otro millón. Es decir: casi un Uruguay.
San Pablo, pese a tener la mayor población brasileña, abriga en villas miseria poco más de un millón trescientas mil personas. En todo Brasil, serían doce millones. Más que un Portugal entero.
Esa parcela, que corresponde a unos seis por ciento del total de habitantes del país, podrá sufrir una devastación sin precedentes a raíz del contagio del coronavirus.
Son personas que viven en condiciones extremamente precarias, sin estructura mínima de higiene y sanidad. Es absolutamente usual que en ambientes de treinta metros cuadrados se amontonen cuatro, cinco personas. ¿Cómo mantener la distancia apropiada, para no mencionar la cuestión de higiene? ¿Cómo adoptar medidas de prevención para evitar el esparcimiento del virus?
Esas y muchas otras son preguntas dramáticas cuya respuesta es un silencio más dramático aún.
Pero el drama se extiende: además de los favelados, hay inmensos contingentes de brasileños que viven en situación precaria. El total alcanza la marca de los treinta y cinco millones, es decir, diecisiete por ciento de la población del país.
Desde el golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff, las políticas económicas y las reformas llevadas a cabo primero por Michel Temer, y ahora extremadas por Jair Bolsonaro, devolvieron a la zona de pobreza a casi una treintena de millones de brasileños y a la miseria al menos otros seis millones.
Pese a todo ese panorama asombroso, las atenciones, al menos en este primer instante de expansión del coronavirus, se concentran en las favelas de Río de Janeiro, por la precariedad de su situación.
Por ejemplo: este domingo, en varias áreas de la favela Rocinha, la mayor de Río, donde se amontonan unas cien mil personas, no había agua. Hablar de alcohol, guantes o mascarillas sanitarias sonaría a falta de respeto no solo a la población local, pero a la mera realidad.
Y sin embargo, se trata de una favela considerada privilegiada, por estar enclavada entre barrios de clase alta, Gávea, San Conrado y principalmente Leblon, quizá el metro cuadrado más caro de América Latina. ¿Por qué privilegiada? Por estar cerca de los locales de trabajo de sus habitantes, en general empleadas domésticas, taxistas o empleados del comercio elegante de la zona dorada de Río.
Quien vive en favelas distantes y trabaja o en el centro o en las zonas norte y sur, suele gastar hasta tres horas entre ir y venir.
A diferencia de casi todas las metrópolis brasileñas, en que las villas miseria se sitúan en su inmensa mayoría en las zonas periféricas, en Río prácticamente no existen barrios (las excepciones son poquísimas, como Jardín Botánico) sin favelas.
El cuadro, entonces, se hace especialmente temerario: de un lado, edificios de clase media o alta. Del otro, miles de personas hacinadas en ambientes pequeños e insalubres.
Dirigentes sociales y de asociaciones de habitantes de favelas no solo de Río (que concentra la mayor población de villas miseria del país) pero de todo Brasil tratan de llevar a cabo campañas de concientización, mientras reclaman de los gobiernos la ausencia absoluta de infraestructura, empezando por agua y condiciones mínimas y urgentes de salubridad, como cloacas.
El ultraderechista presidente Jair Bolsonaro sigue refiriéndose al coronavirus como una “gripecita”, su ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, médico ortopedista, hace advertencias alarmantes sobre el futuro de las favelas brasileñas.
Pero ni uno ni otro aclara qué medidas serán tomadas, y mucho menos explican por qué ninguna fue adoptada hasta ahora.