20 DE MARZO DE 2020
Día uno de la cuarentena obligatoria por edad a pesar de que la profesión de periodista me permitiría circular. Hubo chat con amigos, el descubrir nuevas técnicas de watsapp para comunicarnos en grupo, noticias al por mayor, lectura de portales, tuits varios para opinar sobre la conducción política de la pandemia. El sentimiento que prevalece no es de soledad. Hay millones que son de la partida del auto encierro. Hubo cientos en un aplauso cerrado desde las calles para el personal sanitario, que emociona como un gesto de reconstrucción de lo humano. No, no hay sentimiento de soledad. Sí de sospecha de que el mundo que conocimos cambiará para siempre aunque no se sabe el signo del cambio, si para bien o para mal. La sensación del tiempo por delante, sin claridad de un límite, es un sentimiento nuevo. Sin embargo, no es tan así. Porque se corrió demasiado cerca el horizonte impreciso e indeterminado de la posibilidad de morir. O, en todo caso, no es el miedo a la enfermedad el que acecha, sino el no saber cuándo terminará. Y ni siquiera parece ser el tiempo desbocado que se inaugura con la rotura de la cotidianeidad. Es otra cosa nunca vivida o, tal vez, que recuerdo vagamente de mi infancia, allá por 1956, cuando mis padres me colgaban una inútil bolsita de alcanfor contra la epidemia de poliomielitis. Y se hablaba de una vacuna pero se le temía. Día uno de la cuarentena: leí todo, en el entretiempo de la siesta que ya no es necesaria, sobre la historia de las plagas. Bajé dos libros en PDF gratis que me interesaban. Recorrí algunos museos del mundo. De repente, me reí, el capitalismo está dispuesto a abrir sus alacenas cuando su naturaleza es cerrarlas si no las negocia. El todo tiene precio parece sucumbir a una instintiva sensación de que lo humano anida en la cultura compartida en cualquier idioma, en cualquier geografía. Y que el único negocio posible es que estemos todos vivos. Recordé --mientras escribo-- lo que el rumano Elías Canetti dijo en su libro La lengua absuelta: los humanos nos peleamos, nos explotamos, pero finalmente sólo tenemos miedo al mismo enemigo: la muerte. Terminé un artículo para la revista Caras y Caretas. Volví a sentir el límite necesario, el dead line que agrega adrenalina, esa droga natural de los periodistas que nos impulsa a sentirnos vivos... Día uno de la cuarentena. En el chat de la tarde Jorge me explicó, porque es economista, que entramos en una decadencia sine die del imperio americano. Y que la situación general ayuda a que la Argentina pueda renegociar su deuda externa en marcos de ¿piedad? por la crisis mundial. Vamos a terminar más pobres, dijo, pero eso hará imposible que nos cobren lo que quieren porque, dijo, el FMI y en general los desaforados fondos de inversión --acreedores privados-- tendrán su día de San Bartolomé. Sin cuchillos, claro. No sé. Dudo de todo lo terminante en estos días. Sólo coincidimos en que la Argentina y el gobierno de Alberto Fernández, y la maravillosa inspiración de CFK en elegirlo, nos salvaron de otra peste. El macrismo, la versión reposera, gauchesca, pero depredadora y colonial del neoliberalismo. Es raro, dijimos, sentir que será injusto que el arrasamiento doloroso que provoque esta peste coronavirus pueda hacer olvidar ésa anterior que no depende del juicio de dios sino de Comodoro Py. Porque nada será igual pero también permanecerán los daños anteriores sobre nuestro cuerpo y nuestra subjetividad a los que agrega la pandemia. Sometidos al mundo de la naturaleza, los argentinos somos tan frágiles. Veníamos de estar sometidos a las reglas del mercado versión macrista, palizeados (me permito el neologismo) en la orgía de bonos y fugas y saqueos y endeudados. Peste tras peste, dijimos con mi amigo periodista económico. Pero una depende del mundo de la selva. A ésa la superamos con ciencia y cultura. A ésa la superamos si somos más humanos que nunca. Pero a la criolla, a la que fue una elección de modelo económico, político y social digno de Terminators la superamos --nos reímos con mi amigo-- si somos más peronistas que nunca.