El hombre que mueve montañas comienza cargando pequeñas piedras. Eso lo dijo Confucio, y quizá mi vecino, el repositor del chino de enfrente, lo sabe, porque barre desde las 7 de la mañana el super chino de Tablada como si fuera el palacio de la Ciudad Prohibida de Pekín. 

Barre la vereda como si fuera la ceremonia del té o el caudal manso, infinito, del río Lí o del Yangtsé cristalino y delgado que va cambiando su nombre en el viaje: Lung, Chin Yuí o Yuán según la porcelana que horada o el rostro de una mujer que vive en su delta más grande que Austria.

Mi vecino guarda en su silencio todas las piedras de la gran muralla, la paciencia del Kung Fu y la de Mao y tiene el escrúpulo de quien podría desarmar una montaña piedra por piedra y hoja por hoja, todo el otoño. Esta mañana comenzó a matar el verano barriendo la noche al alba, una danza que despierta el barrio con la quema de hojas amarillas, mentoladas, infantiles: una copia de la ópera Kunqu pero en otro sitio donde el chino y yo soñamos un día soleado que bajen los precios de los lácteos, del pan y la carnicería, que vuelvan las doce cuotas y que algún día los pobres podamos entrar al palacio de la Ciudad Prohibida, leer a Confucio y tomar el té verde de Hangzhou en los jardines de senderos donde bifurcan el río Yangtsé y el Paraná.

A las 8 levanta la persiana y Nancy, la dueña, su sobrina, ya está en la caja sonriente, hablando por Skype con su madre en Wantang. Aquella mujer también está atendiendo un drugstore chino, pero en China y con barbijo. Aún con el barbijo se nota que sonríe. No entiendo una palabra de lo que dicen, pero por unas señas de Nancy que le muestra algunos productos a la cámara, hablan de la inflación argentina. Nancy me mira y cambiando de idioma dice: “hoy, lista nueva de carne, todo 4 por ciento”. Rubén, el marido, me aclara que a mí no. Que si llevo ahora me mantendrán el precio. Hago el negocio del día, el negocio argentino, nuestro largo plazo, la cena… unos filetes de pollo, un kilo de picada y uno de chorizo y me ahorro el 4 por ciento. 

Parásite. ¿Quién puede creer que en este país lo más peligroso sea el coronavirus?

Wu me señala el barbijo de su cuñada del otro lado del mundo y sonríe. Dice algo en cantón que Nancy me traduce. -Dice que mamá habla igual con barbijo o sin barbijo, que no para, que habla mucho… le da risa…

Nancy me pregunta por Xia, si tengo noticias. Sigue en Francia, digo, en el sur, con la beca de los viveros. Si cobro la casa, la iré a visitar el verano.

-Falta mucho verano, un año… –dice Nancy.

-El verano europeo – digo-, son tres meses.

-Mejor no volver a China, mucho virus. ¿No tenés miedo…?

-Yo no, porque en Pueblo Esther no tengo televisión.

-¿Y qué tiene que ver?

-No ver televisión disminuye el virus. Es una de las mejores formas de prevenirlo.

-Tonterías –se ríe-. Y me muestra varias cajas de alcohol en gel que aumentaron el 30 por ciento. Me ofrece una botella y acepto. Diez barbijos, y acepto. Me dice:

-¿Te ponés barbijo?

-Para escribir. Me los pongo cuando escribo, así no hablo. Y me los pongo para hablar con Xia por Skype, para hacerla reír.

-¿Y ella se ríe?

-Siempre se ríe conmigo. Los dos. Cuando estamos juntos, aún cuando estamos solos, estamos juntos y reímos, porque yo escribo como si hablara con ella. El amor es la cura…

Pero Nancy ya no me escucha, me corre el pedido, saluda al próximo cliente y ya fue… Entonces Wu me ayuda a cruzar con las cajas y cuando voy a cerrar la puerta de mi casa, dice en cantón:

 

-Ài Zhìyù. 

 El amor cura. Se ve que entendió lo que dijo Nancy y quiso agregar su parte real de lenguaje, darle vida a su hija, o a mí, o a la historia, y agregó “Chi”, energía, la energía del amor todo lo cura. Cuando encendí el Skype tenía una frase de Xia que decía: “Y sin embargo, él sabe que ninguna de esas cosas lo lleva ni le impide viajar. Él sabe que puede ir hasta allá porque está pensando en ella”.