Desde Madrid y Barcelona

UNO Como explorador victoriano pero derrotista en tiempos en los que existían fronteras --fronteras que ahora vuelven a alzarse como despertando de una larga siesta y, sí, la Unión Europea vuelve a ser Eu/rota-- Rodríguez cruza el Estado de Alarma. Territorio que ya se expande/duplica viral y exponencialmente. Como Tlön. Todo está por verse y por cartografiarse, aunque ya se viva: porque una cosa es el real decreto del Estado de Alarma y otro es el hiper-realista dictaminado ¡¡¡ESTADO DE ALARMA!!! a la deriva pero encerrado en casas y cabezas.

Una cosa ya es segura, piensa Rodríguez: todo aquello inaugurado siete días atrás se siente una eternidad. El paso del tiempo --redoblado pero a la vez en la más lenta de las cámaras-- ya no es lo que era. Una semana de estas es como una década de aquellas. Una semana hecha a base de horas dando la hora ¿Qué hora es? Es la hora de entonar demasiados mea culpas, de decir que no se lo hizo bien, de que se dejó estar, de reconocer que se estaba seguro de cosas imposibles de asegurar. Es la hora de llegó la hora: a toda hora y todo el tiempo y en el más imperfecto e imperativo de los presentes.

DOS Aún así, Rodríguez puede recordarse hace dos viernes, en los bordes de Madrid, con Ra cayendo y subiendo Iah. Haciendo tiempo para tomar el último tren desde Atocha a Sants. Caminando por el templo de Debod. Donado a España por Egipto durante la operación rescate de todo lo que inundaría la represa de Asuán. Otros fueron a Italia y Estados Unidos y Holanda y Alemania. España fue el único país que decidió dejarlo expuesto y al descubierto y así es que --se informó hace poco-- ahora está muy tocado por clima y contaminación. Una (otra) cierta irresponsabilidad histórica. Y --se pregunta Rodríguez-- si todo esto será no una plaga bíblica sino una peste libromortífera. La condena por no haber tenido cuidado con lo que desde milenios debía cuidarse. Así, ahora, lo sólido --si no se lo atiende-- se desvanece en el aire. Como la sanidad pública donde encontrar refugio cuando ya no basta la salud porque la salud dijo basta.

TRES De regreso en Barcelona, a Rodríguez le asombró toda esa gente acopiando papel higiénico. Tal vez, se dice, fueran a usar todos esos rollos para envolverse y momificarse y consagrar sus hogares al dios Covid. De ser así, está claro que sus plegarias no han sido atendidas. Porque ha sido, sí, una maldita semana. Cifras rampantes de contagiados y muertos sin límites ni fronteras a la vista. El impuntual y reiterante Pedro "Lo Peor Está Por Llegar" Sánchez tan solo agradeciendo sin gracia y haciendo dudar de si le gusta más hablar o escucharse (y, ay, a esa mujer del lenguaje de señas se le van a caer los brazos de agotamiento, teme Rodríguez). Presentación en fascículos de plan de choque en el que no se sabe si se acabará chocando/atropellando autónomos (Rodríguez saca cuentas: "Si se van a repartir 200.000 millones de euros y hay 47 millones de españoles, ¿porque no le dan un millón a cada uno para que se "reconstruyan" y se ahorran 150 millones?"). La confirmación de torpezas sucesivas del equipo de "expertos" (el gobierno ya promete "comisión para investigar los fallos" del hasta hace semanas supuesto "mejor sistema sanitario del mundo" y ahora "pero con graves carencias"; Rodríguez ya ha elegido a quien creer y es el no convocado en su momento epidemiólogo Oriol Mitjà: el único que parece saber algo aunque lo que diga es que se hizo todo mal). Torra contagiado y más delirante que de costumbre. Meritorio-Preparado defenestrando a Emérito-Campechano, y algo le dice a Rodríguez que Juan Carlos I no va a superar el ser defenestrado por Felipe VI, quien ya lo descoronó en su momento y ahora expone que sabía de todo el temita hace un año y dijo informarlo entonces a las "autoridades competentes" (sin identificarlas, ignorando el hecho que por aquí las autoridades suelen ser incompetentes y que no hay autoridad más pertinente que la ciudadanía toda), pero nada de eso mencionó en un mensaje que de tan insustancial pareció fantasma de Navidades pasadas. Cerca pero cada vez más lejos, una Italia sin aliento y los asfixiantes discursos de Merkel y Macron. Y Johnson no cerrando pubs y defendiendo el "contagio controlado" y cambiando de idea ante las proyecciones de posibles fallecimientos (a la vez que crecía la conspiranoia por una "eugenesia pactada por los grandes poderes"). Y las cada vez más tristemente graciosas comparecencias de Trump. Y los cómodos acomodados volvieron a no dejar descansar en paz al "Imagine" de John Lennon: esa canción que imagina mucho pero no hace nada por realizar realidad (y el tóxico Bono, quien se apunta en todas, estrenó cantinela el día que se comunicó la cancelación de esa guerra subliminal que es Eurovisión). Y la búsqueda mundial de una vacuna como nueva e impostergable disciplina olímpica. Y al otro lado del Océano, en el Viejo Nuevo Mundo, se iban poniendo al día de la noche que se viene. Y --sobre ancianos muriendo en uno de los países con mayor longevidad y menos nacimientos del mundo-- el divino y antiguo Anubis. Dios al que le gusta bailar y que cuando va rocanroleando es el rey del lugar y de estos días y noches del chacal.

 

CUATRO Hace siete días, los "especialistas" se referían a las consecuencias del estado de alarma como a un "escenario imposible de imaginar" tal vez porque Lennon no le cantó a esto aunque sí a la "Isolation" (y Rodríguez se preguntaba dónde estaba lo inimaginable cuando hubiese bastado con ver las noticias que llegaban de Italia). Y se han cerrado todos los bares ("Me parece que no han calibrado el efecto psicótico que puede causar a los españoles semejante medida", escuchó Rodríguez a siniestra y, a muy diestra, que todo esto es "el castigo" por haber profanado la tumba del faraonísimo Franco I). Y se colapsaban los súper-mercados hasta desabastecerlos (y alimentaban al famélico fantasma de la escasez). Y miles de madrileños --contrario a lo ordenado/suplicado-- iniciaban éxodo hacia las tierras prometidas pero hipotecadas de sus segundas residencias en playas y montañas mientras morían decenas de ancianos en últimas residencias. Y la gente salió a aplaudir a los balcones, muchos de ellos para grabarse saliendo a los balcones a aplaudir. Y Pablo Iglesias salió siempre que pudo para que lo televisen. Y los perros ladraban que, por favor, ya no los sacasen más a pasear como coartada para salir. Y dos albaneses se metieron con auto en el Prat aullando "Allah es grande". Y Rodríguez piensa que él --a esta hora que es la hora-- solo se encomienda al inmenso Horus. Todo eso y mucho menos en una pausa nada pausada. Cercana en el tiempo físico para Rodríguez, pero muy lejos en el espacio mental de aquella tarde roja en Madrid. Una demasiada tarde que no anunciaba un crepúsculo de los dioses sino un anochecer de los mortales y en la que un Rodríguez destemplado --al descubierto y más expuesto que nunca-- empezó a caminar en fila y de costado para no rozarse con nadie. Desde entonces --sobre futuras ruinas a descubrir y salvar-- Rodríguez camina como un egipcio.