Tengo dos pañuelos blancos en mi casa desplegados sobre la biblioteca. Uno era de mi madre Laura Bonaparte, y el otro de Olga Aredes. Hoy pude vencer la reticencia a exponer a la intemperie estas reliquias entrañables y las colgaré en el balcón de mi casa. Podría haber recortado triángulos de tela blanca pero no hubiera sido lo mismo. El 24 pasa por fuera y también por dentro. Y los pañuelos de mi madre y su amiga en el balcón, es lo que se verá, pero también es lo que me pasa a mí y lo que yo entiendo que le pasa a todos este día.
Recuerdo en México, en 1979 creo, a mi madre escribiendo. Pregunté qué hacía. Y me dijo: “hay que escribir a la ONU para que declare delito de lesa humanidad a la desaparición forzada”. Era una campaña de Amnistía, donde ella colaboraba. La miré con escepticismo y hasta con pena. Pensé que al menos eso le hacía bien, que le servía de consuelo. El tonto era yo. Ella estaba pensando en que era la única forma de que no prescribieran los delitos de la dictadura y pudieran ser juzgados alguna vez. Y estaba pensando en juzgarlos cuando todos los demás pensábamos que ni siquiera íbamos a poder regresar.
El otro pañuelo me lo dio Olga porque la acompañé a las primeras marchas que se convocaban en el pueblo de Libertador General San Martín, en Jujuy, para la Noche del Apagón. Había viajado también cuando ella hacía sola las rondas en la plaza y nadie del pueblo se atrevía a acompañarla por no desafiar al omnipresente ingenio Ledesma.
Ese día sentí tanta vergüenza, mucha vergüenza, cuando la ví con su cartelito de palo y cartulina y su pañuelo, dar vueltas sola a la plaza. Podría haber sentido orgullo de ella y las demás madres, pero sentí vergüenza por nosotros. No tiene sentido que me expliquen si tenía razón o no. Me transmitió vulnerabilidad, abandono, desprotección, soledad infinita, negrura. Imposible de soportar. No sabía dónde meterme mientras ella caminaba.
Pero Olga, como las madres, --como mi madre-- lo soportaba, con la fotografía de su marido clavada con chinches a un palo, su marido el doctor Luis Aredes, el ex intendente secuestrado y desaparecido. Y lo podía soportar porque ella no estaba pensando en ella, como pensaba yo, sino en su desaparecido. Y todo lo demás quedaba relegado.
En cada Madre de Plaza de Mayo, en las Abuelas y Familiares, hay una historia así, que me supera. Esa carga poderosa es como el diamante que surge del carbón, un tesoro forjado en la historia más atroz de la dictadura, que nos excede como personas y sustrae de esas biografías una música coral que se incrusta en el alma popular de este país.
Allí vamos a buscar lo más noble cada 24 de marzo. Son ellas también por supuesto, pero es más que ellas, es el valor, no de valentía, sino de pureza, de desprendimiento impregnado de amor, esa vibración invencible que las sostuvo en cada vuelta.
Esta sociedad supo parir lo monstruoso. Y para derrotar a la monstruosidad que había parido, hizo nacer a lo más virtuoso. Y así asistimos a ese duelo mítico entre colosos desalmados y almas sublimes. Ya no son los represores y las Madres, sino lo que ellos y ellas significan. Se descarnaron como en los mitos griegos y se convirtieron en paradigma, valores éticos y morales, emociones básicas y duras. Constituyen la personificación argentina de una batalla que comenzó con la humanidad.
Detesto ser pomposo. No va conmigo. Pero es como me surge explicar lo que significan para mí estos dos pañuelos, esta fecha y este acto que no se hará en la plaza sino en los corazones. Es lo que significa para mí y lo que me parece que significa para el país. Lo que una sociedad inteligente puede aprovechar para aprender, para apropiarse hasta de la más mínima migaja de esta historia que será contada y repetida durante generaciones de padres a hijos en la Argentina.
El virus logró que por primera vez en mucho tiempo el acto salga de la calle, de los cuerpos apretados y el grito ronco, de la bandera gigantesca con los miles de rostros de los desaparecidos, con las Madres y los organismos de derechos humanos en la primera fila. Para los luchadores ha sido convocatoria inexorable. Para otros ha sido el único día que los convoca.
El neoliberalismo nunca entendió la esencia de esa mixtura profunda que se produjo entre sociedad y derechos humanos. Fracasó cada vez que quiso frenar el acto. Creyó que era como decir “siempre hubo pobres” o “el curro de los derechos humanos” y listo. Misteriosamente, cada vez que lo intentó, en vez de achicarlo, lo agrandó. Todavía no se dio cuenta, creo, que siempre que lo hizo agredió un rincón de la consciencia colectiva que se apropió de la historia.
Es el primer 24 de marzo después de cuatro años un gobierno que no fue amigo de los derechos humanos y no se hará el acto en la calle. Hubiera sido una vez más expresión de su vitalidad para sobrevivir. No habrá marcha, pero habrá muchos balcones con pañuelos. La salud física podrá ser, pero no está en cuarentena la salud moral de este país. Esa estará en los balcones, como los dos pañuelos blancos que sacaré de mi biblioteca.
Y sé que mi madre ni Olga los podrán ver, pero las recordaré a ellas y a todas sus amigas y compañeras a las que tuve y tengo el enorme privilegio de conocer y que me concedieron sus afectos y alegrías. Tendría que haber sido tristeza ¿no? Otro misterio, porque sus historias eran y son la tristeza. Pero luchar contra el origen de la tristeza produce una alegría. Una que brilla en la oscuridad. Increíble, si no fuera porque las conocí a ellas.
No habrá acto en la calle, lo que provocará más de una sonrisa en los amigos de los represores. Y se equivocan otra vez como se han equivocado siempre. Porque no sé si se entiende lo que estoy tratando de decir: No habrá gente en la calle pero no importa porque todo pasa en el corazón de la gente.