Mi rival me está masacrando. Todavía no puedo sacar esa maldita escalera que siempre se me resiste y él ya tiene no solo una escalera servida sino también una generala. Nos quedan dos turnos para terminar. La escalera no sale, decido tacharla y jugarme a sacar mi propia generala en el último turno. Al turno siguiente saco escalera servida, y en los dos tiros siguientes los dados se resisten y tampoco saco la generala. Mi rival hace su último turno. En el primer tiro saca 3 cuatros. En el segundo saca otros dos. Me gana por escándalo, levanta los brazos y da una vuelta olímpica alrededor de la mesa.
Mi rival se llama Milo, tiene 9 años, es mi hijo menor y supuestamente es un centennial que solo entiende de la era digital: dada su performance con los dados y el cubilete, desearía que fuera así.
Corren tiempos extraños, qué duda cabe. El gran desafío para los padres en el aislamiento social por el Covid-19 es cómo dosificarle a los pibes el asunto de las pantallas de diferente tamaño: la tele, la compu, el celu, en orden decreciente de tamaño pero con el mismo poder adictivo. Sobre todo teniendo en cuenta que su escuela también les está enviando tareas y clases virtuales por esa vía, y eso también debe ser prioridad si no quieren terminar como los compañeros de la vaca de Humahuaca.
Pero quizá no es tan curioso que los pibes terminen encontrándole el gusto a lo analógico. Hasta ellos, que podrían estar horas y horas enganchados a la Play, en algún momento sienten cierta necesidad de matizar. Y les llama la atención el mundo del entretenimiento de los viejos, esa manía del papel y la lapicera, de los tableros, de los naipes. De hecho, Gael y Benicio ya dominan el póker, juego al que nunca le encontré el gusto o la habilidad. Por suerte les llevo unos cuantos años de ventaja en el truco, a eso todavía puedo ganarles.
Algo de enseñanza queda para los pibes en todo este quilombo, sobre todo cuando la superpoblación de conexiones a internet hace todo demasiado lento para su ansiedad acostumbrada a la banda ancha. Los días se hacen largos, los papis rompemos la paciencia conque hagan algo diferente, pero al cabo terminan encontrándole el gusto, aunque más no sea para reírse de nosotros un rato. Usan los billetes del Estanciero o Monopoly para apostar al póker. Señalan entre risas la foto de la abuelita en la caja del Bingo con bolillero que bajamos desde el último estante, prueba rotunda de la antigüedad de nuestros entretenimientos analógicos. Pero, como cuando en sus celulares deciden poner a AC/DC o Estelares entre tanto trap y latino dudoso, en algún momento sorprenden eligiendo lo analógico por ellos mismos y no por imposición. Descubriendo el inoxidable encanto del TEG o el 1000 Millas o buscando romper con los dados el inédito silencio que llega de la calle, pidiendo una nueva partida. Sobre todo el chiquito, maldito enano y su imán para las generalas.