En días en que dirigentes políticos quieren convencer de la conveniencia de que el Ejército salga a la calles como en otras épocas, vale la pena hacer memoria, como ejercicio precautorio.
En Salta el terrorismo de Estado comenzó antes del golpe del 24 de marzo de 1976, con la intervención al gobierno constitucional de Miguel Ragone, el 24 de noviembre de 1974, momento en que empezó a manifestarse la “presencia de las fuerzas militares con alto grado de autonomía en la provincia”, sentenció el Tribunal Oral Federal Criminal 1 (TOF 1).
La derecha, peronista y no, acusaba a Ragone de ser un infiltrado montonero. Los ataques e intentos de hacer caer a su gobierno habían empezado casi el mismo día de su asunción, el 25 de mayo de 1973, hasta que consiguieron que María Estela Martínez de Perón interviniera la provincia. El primer interventor fue el cordobés Alejandro Mosquera.
La violencia política no era extraña a Salta. De hecho, Ragone y su asesinado jefe de Policía Rubén Fortuny, habían intentado desterrar viejas prácticas represivas de la Policía (siguiendo la línea del joven ministro del Interior de Héctor Cámpora, Esteban Righi), pero los comisarios denunciados retornaron más poderosos y se ensañaron con el ragonismo y con cualquiera que hubiera pretendido acabar con la tortura y los tratos crueles.
En enero de 1975 el cuerpo torturado del militante peronista Eduardo Fronda, de la línea interna de Ragone, apareció en el costado de un camino vecinal cercano a la ciudad de Salta, cerca del alambrado del Ejército. El periodista Héctor Luciano Jaime relató este crimen en el diario El Intransigente. Pocos días después fue secuestrado y sus restos dinamitados fueron encontrados en otro camino vecinal, en el paraje El Encón Chico, en el sur de la ciudad. Con éstos y otros crímenes se inició el período de terror comprendido en las acciones que llevaron adelante en la provincia los hacedores del último golpe de Estado.
La insistencia de organismos de derechos humanos permitió que estos hechos pudieran conocerse. Primero, con el Juicio por la Verdad, y luego con los procesos penales para juzgar a los autores de los crímenes cometidos en aquellos años.
Los testimonios mostraron que Salta fue especialmente considerada en el circuito represivo organizado ya en 1975, cuando se lanzó el Operativo Independencia en la vecina Tucumán. Es obvio que la inteligencia militar sabía que se nutría de la efervescencia tucumana y santiagueña, y geográficamente resultaba estratégica, por sus selvas y su cercanía con Chile y, sobre todo, con Bolivia. Por esto mismo, por la provincia pasaron los perseguidos políticos, chilenos, bolivianos y argentinos que huían de la represión en sus respectivos países.
El territorio salteño también fue usado para el aprovisionamiento de los combatientes en la selva tucumana. La ex militante montonera Ema René Ahualli, dijo que, a su entender, por esta razón “se encontraba muy aceitado el aparato de inteligencia en toda la zona del NOA”.
El abogado querellante David Leiva sostiene que por este motivo hubo dos áreas represivas en la provincia: la 322, a cargo del jefe del Regimiento en Salta, Carlos Alberto Mulhall, y la 322-1, a cargo del jefe del Regimiento en Tartagal, Héctor Ríos Ereñú.
Policía represora y desmemoriada
En Salta hubo unos 240 detenidos desaparecidos, y un número mucho mayor, todavía no precisado, de víctimas de detenciones ilegales, torturas y maltratos de todo tipo.
En varios de los crímenes, los represores usaron explosivos con gelamón. Lo hicieron, entre otros, con Jaime, el policía Carlos “Topogigio” Martínez, el médico Pedro Enrique Urueña y, tras el golpe, con el trabajador de YPF Jorge René Santillán, las docentes Sylvia Aramayo y Gemma Ana María Fernández Arcieri y su marido, el comerciante Héctor Domingo “Guilo” Gamboa.
La Justicia Federal interpretó que la “dinamitación de cuerpos” pudo responder “al doble propósito de causar terror en la sociedad civil y dificultar o eliminar toda posibilidad de individualizar los responsables de los asesinatos”. También para borrar huellas y asustar habrían destrozado los cuerpos de Fronda y del docente y diputado provincial Luis Risso Patrón.
En esta línea también puede inscribirse la inacción policial frente a los delitos que se cometían a la vista de todos (aunque sobre todo de noche), y la inexistencia de investigación de estos hechos. Había, dijo el TOF 1, una “generalizada práctica de no llevar adelante de manera adecuada investigaciones que permitieran esclarecer los hechos”.
Las fuerzas policiales no reaccionaban ante la denuncia de los familiares. Y cuando asistían, sus sumarios ocultaban más que mostrar la verdad de lo ocurrido. Otro dato que surgió de las causas penales abiertas para investigar estos crímenes, es la “llamativa y sistemática ausencia de memoria por parte del personal policial”.
En su fallo en la Megacausa, el TOF 1 destacó la “sistemática actitud” de los policías “de recurrir a un problema de memoria”, y si bien consideró que no alcanza a configurar el delito de falso testimonio, sí “pone de manifiesto un concreto proceder imperante en las fuerzas de seguridad que respondía a un plan sistemático y organizado”.
El circuito represivo
La misma noche del golpe, coronada por una lluvia torrencial, las detenciones se incrementaron, en un número que todavía no ha podido ser determinado. Las acciones de los terroristas apoderados del aparato estatal se llevaron a cabo en todo el territorio salteño, aún en lugares alejados, como los campamentos de trabajadores en el norte. Muchos de los secuestrados esa noche permanecen desaparecidos.
Los detenidos eran alojados en dependencias estatales y no estatales, que funcionaron como centros clandestinos de detención (CCD). La gran mayoría han sido identificados y señalados, pero todavía quedan algunos no determinados.
En el extremo norte el Ejército concentró a los detenidos en el Regimiento de Infantería de Monte 28 (RMte28), con asiento en Tartagal; en la zona de influencia de San Ramón de la Nueva Orán, los detenidos fueron llevados al CCD habilitado en el Escuadrón 20 de Gendarmería Nacional, que fue prolija: la guardia anotó cada entrada y salida de los vehículos que recorrían la ciudad y volvían con su carga de detenidos. En esos días se hicieron tristemente conocidos los Rodillas Negras, un grupo de tareas con base en el RMte 28 que peinó el norte, desde los campamentos de YPF hasta Orán, deteniendo a obreros, militantes sociales y políticos.
En Salta Capital los galpones del Ejército, la Central de Policía, la Delegación de la Federal, la Comisaría 4° y la Unidad Penal N° 1, más conocida como la cárcel de Villa Las Rosas, concentraron a los detenidos de esta ciudad, el Valle de Lerma y los Valles Calchaquíes.
En la Central los detenidos eran concentrados en el ala izquierda, donde se construyeron celdas pequeñas que solo permitían la permanencia de una persona de pie, según contaron los ex detenidos Ambrosio López, Héctor Alfredo Mamaní, Eladio Guantay y Aldo Víctor Bellandi.
En el sur, los detenidos fueron destinados a dependencias policiales de Metán y Rosario de la Frontera. Algunos fueron trasladados a Salta Capital y otros, a CCDs de Tucumán.
El circuito implicaba que primero pasaban por un lugar de tortura (que podía ser el Ejército, la Central, la Delegación de la Federal) y luego se decidía su destino: Villa Las Rosas (y luego otra cárcel de mayor seguridad) o el asesinato o la desaparición. En ocasiones excepcionales, el detenido recuperaba la libertad. Se seguía una secuencia de “secuestro, tortura y, en la mayoría de los casos, muerte”, señaló el TOF Salta en su fallo en la Megacausa.