La escena es pequeña, del cotidiano, a priori intrascendente. La mujer avanza con el carrito a paso firme; la secundan, llevando charla despreocupada, el marido y la hija.
- Señora, no se puede venir a hacer las compras en familia- la frena en el ingreso un guardia de seguridad. En tiempos normales andaría vigilando entre las góndolas del supermercado, cuidando la seguridad de los propietarios; ahora se ubica afuera, en el ingreso, cuidando la seguridad de los clientes.
- ¿Y eso por qué, dónde está escrito?- se indigna la buena vecina como primera reacción refleja.
- Estamos en emergencia sanitaria, señora. Hay una pandemia mundial, señora.
Tal vez fue el aplomo del guardia que probablemente venía repitiendo la frase esa mañana. Tal vez fue un rápido paneo por las caras de enojo de los y las que en ese momento circulaban por el pasillo de ingreso del supermercado, algunos con barbijos y guantes. Lo cierto es que la vecina detuvo la prédica de libertades individuales que, es posible imaginar, seguía a continuación.
En cambio, el marido dio un paso adelante y explicó: “Es que de acá cada uno se va para un lugar diferente. Son tres compras separadas, ¿entiende?”. Y sin dar tiempo a la réplica, avanzó a paso firme haciendo un gesto a su familia para que lo siguieran. Juntos traspasaron la línea de cajas, mientras intercambian una sonrisa cómplice, podría decirse triunfal.
Hay en esa escena, y en esa sonrisa ganadora, un resumen de eso que por estos días nos está jodiendo, literalmente, la vida. Es esa superioridad de clase, esa (mala) conciencia amasada por siglos, la que hace sentir a algunos por afuera, o mejor dicho por encima, de toda norma. No es algo que siquiera los ponga en cuestión: se creen, se saben, por encima, y actúan en consecuencia. Llegado el momento, alegan derechos. Y si no funciona, pasan por arriba, se fijan cómo lo pueden arreglar, con quién pueden hablar, se desplazan en esa zona del círculo rojo a la que sólo ellos tienen acceso.
Así es como ha funcionado siempre, y así es como pretenden que siga funcionando, aunque estén en juego sus vidas y la de los demás.
La única distancia entre esta familia tripulando el changuito y el directivo de Vicentín tripulando el yate por el Paraná, o el empresario intentando meter al country a la mucama escondida en el baúl, es el poder adquisitivo que manejan. Por lo demás, circulan por los distintos estratos sociales, con la convicción de que siempre puede y debe haber para ellos una excepción. Son la sustancia de clase de la viveza criolla. Cuidado: son peligrosos, te pueden tocar y andan sueltos por ahí. A diferencia del coronavirus, son la vieja peste nacional.