La palabra rememoración con la pluralidad de significaciones que alberga parece la más adecuada para nombrar lo que hacemos los 24 de marzo. Condenamos el golpe, recordamos a nuestros 30 mil desaparecidos, leemos la Carta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar, ese texto que tiene la fuerza de los grandes alegatos sin que extrañemos la belleza y la armonía de la mejor literatura, reflexionamos sobre la reaparición de políticas y discursos de la dictadura en ciclos posteriores del neoliberalismo. Todas estas formas del recuerdo colectivo aluden a crímenes horrendos, daños sociales gravísimos que han dejado huellas, a la ausencia de seres entrañables, en suma, algo que debería ser recordado con tristeza y dolor.
No es esta la imagen dominante en las grandes movilizaciones de cada 24 de marzo. No faltan en las columnas rostros severos y expresiones duras, sobre todo cuando se corean consignas condenatorias, pero lo que más se ve es gente alegre y entusiasta, como si todos tuvieran presente la recomendación de Julius Fucik, el resistente checo ejecutado por los nazis, que no quería que nunca su nombre se asociara con la tristeza. Pero, ¿no hay también mucho para celebrar?
Lo primero, sin duda, aquello que destaca el estribillo más coreado: “no nos han vencido”. El anhelo de la dictadura, la desaparición de toda la militancia política y social, no pudo consumarse. Es cierto que el país no fue el mismo en muchos sentidos después del exterminio de lo mejor de una generación, pero no pudieron alcanzar el proyecto delirante que entusiasmó a los dueños del poder: terminar con toda política comprometida con la transformación de la sociedad. También celebramos la derrota de la impunidad, algo que en algún momento pareció muy difícil. Las políticas de Memoria, Verdad y Justicia nos convocan con más fuerza porque sabemos cuánto debió pelearse para llegar a ellas, hasta que una combinación virtuosa entre movimiento social de derechos humanos y gobernantes comprometidos las hicieron posible.
Por otro lado, ente muchas otras razones para el entusiasmo, señalemos que cada año somos más. Y seguramente así hubiera sido esta vez, porque estimulaban la actitud celebratoria tanto el fin de un gobierno que no apoyó la causa de los derechos humanos como la buena onda que se ha establecido entre el nuevo Presidente y un sector más amplio que el que lo votó. Será raro este acto de memoria desde el aislamiento. No saludar con un beso a las Madres y las Abuelas y acompañarlas con la bandera que lleva las fotos de sus hijos, no concurrir con los compañeros del barrio o de la agrupación, renunciar a los abrazos, los cantitos y todo el folklore de la militancia. Pero, seguramente la Historia no registrará la falta, porque estaremos haciendo lo que hay que hacer.
Aunque no sea fácil entenderlo, hoy no salir a la calle es un acto de resistencia. Cada vida que pueda salvarse se contará como un logro de esta sociedad que ha entendido cómo debe ayudar en la empresa a la que el Gobierno convoca con firmeza y amplitud. Ya empieza a sentirse una épica del aislamiento, para ello no hay que abrumar con la metáfora bélica sino presentarla como lo que es, un acto de ciudadanía y de solidaridad humana.
Además, cuidarse uno mismo, evitar los contagios, cumplir con todas las indicaciones, actuar con la responsabilidad que no todos han tenido, es un modo de facilitar las cosas para que la acción estatal sea más eficaz y pueda direccionarse en mayor medida hacia los que menos tienen, los que hoy viven hacinados y padecen tantas carencias. De esa manera estaremos militando, levantando la mismas bandera de solidaridad y justicia social que sostenían nuestros compañeros.
Algunos dirán que esta épica de circunstancia parece una respuesta menor para homenajear a quienes querían cambios profundos en el mundo y en nuestra sociedad. Quizás, pero hoy lo que más reivindicamos de nuestros desaparecidos es su actitud de compromiso y su sensibilidad para comprender los aires de su época. La que quizás faltó en los últimos años, por ejemplo, para advertir cómo el auge feminista estaba cambiando la política y la vida social. En los últimos días se dice con frecuencia que estamos en vísperas de otro gran cambio, que ni el país ni el mundo serán los mismos después de esta catástrofe humanitaria.
Son muchas las enseñanzas que nos dejará el coronavirus y habrá que pensar en ellas. Frente a esta realidad que estamos viviendo, no creo que nadie se atreva a plantear en el futuro la desjerarquización del área de Salud y será inevitable discutir cómo se canalizan los fondos públicos y el aporte comunitario con un enfoque que no puede prioritar el espíritu de lucro sino el vigoroso fortalecimiento del sistema público de Salud: la mayoría de los argentinos no verá cada vez más al Estado como ese enemigo que se queda con todo, como nos enseñó el neoliberalismo, sino como la instancia fundamental desde la que un gobierno popular puede proteger a la comunidad.
Pasado el tsunami habrá mucho que discutir. Lo primero hoy es la solidaridad.