El conflicto colombiano que involucró históricamente a los paramilitares y la guerrilla es un tópico para los artistas e intelectuales de ese país: no solamente fue abordado por la literatura y las artes plásticas sino también por el cine. El cineasta colombiano Felipe Guerrero, residente en Buenos Aires y con una amplia trayectoria como montajista, pensó en encarar el tema de una manera novedosa. Su ópera prima, Oscuro animal –que se estrena en Buenos Aires este jueves–, narra el drama de tres mujeres víctimas del conflicto armado que convirtió a su país en un baño de sangre.
“El conflicto me interpela”, dice Guerrero ante PáginaI12. Es que el director es un joven de 42 años y pertenece a una generación que ha vivido prácticamente siempre en guerra, “así que es algo que está siempre muy latente dentro de mí”, señala el cineasta.
“Mi interés era hacer una película focalizada en las víctimas, pero haciendo ese trabajo de lectura e investigación me di cuenta de que las mujeres estaban en el centro de este huracán sanguinario y, a partir de ahí, empezó todo el proceso de escritura y de conformación de lo que hoy es la película”, agrega el realizador.
–¿Buscó indagar en la violencia pero no de una manera realista sino más bien simbólica?
–Uno de los fundamentos del proyecto era tratar de cuestionarme la manera de representación de la violencia. En el cine se ha hablado demasiado de la violencia. Yo quería hacer una investigación de cómo poder representar eso de otra manera. Siempre pensé en focalizarme en mis personajes y en lo que estaban sintiendo por dentro. En todo ese proceso, que fue un proceso de despojar información e ir un poco hacia la abstracción y lo simbólico, fue que se gestó la película tal como se ve ahora.
–¿Se podría decir que el conflicto y la violencia están fuera de campo?
–Quizá lo que se puede decir es que lo que está en la película es la reverberación después del impacto, como si estuviéramos viendo o sintiendo lo que queda después. En ese sentido, sí está fuera de campo porque ya pasó, porque está latente, o porque está en el aire. Y lo que me interesaba era justamente eso, esta metáfora del “oscuro animal” y también atmosférica, como esta vibración, esta latencia alrededor de las protagonistas.
–Su película prescinde de diálogos, solamente utiliza sonidos. ¿Por qué decidió trabajar con el silencio antes que con la palabra?
–Hay una exacerbación de lo dicho, de lo explícito, que se puede volver quizá un poco banal. Es como la banalidad de la representación de la violencia. Quise entrar por una puerta un poco diferente y en ese proceso de investigación la palabra es un fundamento que hace que todo el entendimiento del drama, de la narración, se piense siempre que está sustentado por la palabra, por qué dicen los personajes. Quise entrar a romper un poco eso, a tratar de investigar cómo se podía decir de otra manera. Obviamente, fue un proceso muy riesgoso pero justamente se trabajó mucho en el guión para que no cayera simplemente en un dispositivo narrativo férreo porque lo más importante era que el espectador pudiera sentir y emocionarse sin la necesidad de la palabra. El hecho de esta anulación verbal también tiene connotaciones políticas, más que linguísticas. Hemos llegado a tanto que no hay más que decir. Es como un grito silencioso porque es un silencio tan fuerte que parece un grito.
–Algo importante en la película es el tono más bien contemplativo que tiene su mirada sobre la violencia antes que la idea de mostrarla con acción, como sería el caso de una narración más convencional. ¿Considera que es una nueva manera de mirar el conflicto armado en Colombia que inaugura su ficción?
–Es muy difícil que yo lo pueda decir, pero creo que la película se sitúa también en una coyuntura muy especial en Colombia, como en un punto divisorio entre una etapa que se cierra y una que comienza, entre el fin del conflicto y el inicio del post–conflicto. Justamente, la película se estrenó en el fin de semana del referendum en Colombia. Entonces, viene a cerrar algo.
–¿Trató de evitar juicios morales sobre los hechos pasados?
–Traté de entender que en el campo de los victimarios (como el caso de una de las protagonistas) también hay opresión, obligación. Ese fue también un aprendizaje para acercarme al conflicto. Traté de entender desde otra perspectiva que los victimarios también son víctimas. Muchos de los campesinos que forman parte de las filas del paramilitarismo eran jóvenes y niños raptados desde la infancia y no son culpables de nada. Obviamente es muy complicado y delicado decir esto porque hay altos mandos, son milicias que tienen un poder militar y han hecho masacres. Es delicado hablar de esto de una manera tan general, pero hay que tratar de entender con el ejemplo de una de las protagonistas que tiene adentro un dolor por pertenecer a algo por obligación.
–El sonido ambiente tiene una importancia crucial en la película. ¿Esto tiene que ver con su trayectoria como montajista? ¿Cómo concibió el sonido?
–Tiene que ver con mi fascinación por la construcción de un lenguaje cinematográfico que da una valorización preponderante al sonido. Siempre trabajo, no sólo en el montaje sino en mis obras previas en la relación simbiótica entre imagen y sonido, no propiamente sincrónica sino tratando de que el sonido tenga una valencia propia. Esa es una investigación enorme porque el sonido es bastante intangible y apela a los sentimientos y a un no entender, como que a través del sonido puedes narrar cosas un poco más viscerales.