Una nueva versión de un viejo chiste dice que si Kafka viviera en estos tiempos, su obra sería leída como realista. Esto sucede hoy con esa zona de la ciencia ficción, ficción de anticipación o especulativa que se llama distopía. Produce un fuerte efecto de realidad leer, en el encierro de la cuarentena, obras literarias que crean escenarios apocalípticos, de fin del mundo. Pueden servir quizás como terapia psicológica homeopática ("curar lo semejante con lo semejante"), en virtud de aquello que en la teoría literaria modernista se llamó "la autonomía de la obra de arte". Una ficción, que por definición finge, no es una noticia falsa, no incurre en delito por sembrar el pánico, sino hasta puede calmar al leerla sabiendo que el mundo y la humanidad no se terminaron, aunque eso parezca.
Poemas terrestres es una pieza literaria escrita en colaboración por los hermanos Adrián y Sebastián Villar Rojas y que combina diversos géneros: diario ficcional, poesía, novela breve. Surgió en el contexto de la designación de Adrián Villar Rojas como representante argentino en la 54° Bienal de Venecia de 2011, con la obra Ahora estaré con mi hijo, el asesino de tu herencia. Fue publicada por sus autores como fanzine, acompañando el catálogo oficial. Sin embargo, la agregada cultural de Cancillería decidió censurarla debido a un desacuerdo con ciertos contenidos del texto, por lo que la pila de cuadernillos fue a parar literalmente a la basura en bolsas de consorcio.
Pero los hermanos Villar Rojas guardaron algunos de la destrucción, casi del mismo modo en que el narrador de la obra (el último humano) atesora en medio de la debacle un cuaderno que le ha regalado su madre. Los autores los fueron regalando a amigos y conocidos con la fervorosa recomendación de que los leyeran. Por vías azarosas, uno de esos ejemplares (ya completamente leído) llegó a manos de los editores de Iván Rosado, Maximiliano Masuelli y Ana Wandzik, quienes decidieron conservarlo y reeditarlo. "Y hoy vuelve a la luz como documento casi perdido de una obra, tal como fuera publicado en 2011", cuentan los editores: "de la basura a la imprenta puede sólo haber un paso".
Adrián Villar Rojas (Rosario, 1980) va por el mundo construyendo mundos situados, inmersivos y perecederos, monumentales y frágiles. Ciertos críticos calificaron de romántica su obsesión artística con las ruinas. Sebastián Villar Rojas (Rosario, 1981) es escritor, dramaturgo y director de teatro. Es autor, entre otras obras, de Gioconda: viaje al interior de una mirada (2019, Museo de Arte Contemporáneo de Rosario), en colaboración con Rocío Muñoz Vergara. Ha integrado el equipo de colaboradores de su hermano Adrián. A los padres en común que los alientan como productores de arte y literatura está dedicado con ambivalente afecto este conmovedor diario del fin del mundo humano, ficción de una escritura última que supuestamente nadie más leerá porque de las otras cinco personas humanas que quedaban, una es inventada, dos están muertas y otras dos decidieron ser neanderthales, retrocediendo y renegando del salto evolutivo al Homo Sapiens. Adrián dijo en 2011 que para su obra de Venecia pensó en esos últimos cinco humanos imaginarios como artistas que hacen obra hasta morir.
Una melancolía tan insoportablemente bella como la de las obras plásticas de Adrián se transmite en esta prosa puntuada por poemas breves en cursiva y eficaces diálogos. Lo que queda del mundo es como el jardín del Edén al revés, con árboles y pájaros que lo van cubriendo todo. Testigo es la mirada de un Adán a punto de devenir nada: "un ser humano es capaz de vivir cotidianamente aunque sea el último sobre la faz de la Tierra".
"Estoy manteniendo la calma porque escribir es ejercitar la calma", escribe el narrador a su único otro, el recuerdo fantasmal de su madre, desde la soledad extrema donde enumera las cosas que no llegó a conocer, salvo por nombre y relatos familiares. "Las copas de los árboles, las antenas, los cables, los postes de luz, todo lo que sirviera para posarse o hacer un nido era lo poco que sobreviviría de este mundo... Después de tres millones de años, al fin quedábamos atrás, como un pasajero que contempla desde el andén la lenta pero inexorable partida del tren. Ese pasajero solitario, cansado, que acababa de perder su asiento —el único disponible para toda la humanidad— era yo".