El filósofo surcoreano Byung Chul-han plantea la necesidad algo cándida de recuperar el concepto platónico de “vida contemplativa”, reemplazada hoy por la absolutización del trabajo en la que todo es “vida activa”. Aquella propuesta -hasta hace cinco días- era casi imposible para la mayoría de la población. Hoy, es casi inevitable.
A Byung Chul-han se le ha reprochado que su crítica al neoliberalismo no invite a la rebelión sino a la contemplación, aunque el nunca sugirió que esta última debiese ser pasiva ni acrítica. De hecho termina su polémico artículo de esta semana en El País de España proponiendo “restringir radicalmente el capitalismo destructivo”.
La insólita reclusión nacional actual crea condiciones para detenerse y pensar (mientras no falte comida). Cada casa se ha convertido en una habitación ampliada de hotel cápsula japonés, donde aceptamos sin chistar un encierro obligatorio y justo: de hecho ayudamos en la vigilancia. Luego de dormir 35 días en hoteles cápsula de todo Japón para producir un libro, me llamó la atención que durante el fin de semana de la floración de los cerezos, muchos huéspedes eligiesen quedarse en las piscinas del onsen subterráneo entregados al relax, a un mero estar, desnudos en público y en silencio, una actitud que los acerca al vacío del zen. Algunos casi no salían de su cápsula, cual ermitaños posmodernos.
En su libro La sociedad del cansancio, Han dice que en la actual “sociedad de rendimiento” prima un imperativo productivo que -al impulso de la virtualidad- genera una autoexplotación casi ilimitada. Este ardid del neoliberalismo le borra todo carácter coactivo al trabajo, obligando a trabajar en todo momento y lugar al ritmo alegre del espíritu “emprendedor”. Y se diluye la línea entre ocio y vida laboral. Esto, sumado a la fragmentada excitación comunicacional de la “sociedad de la transparencia”, limitaría la posibilidad de aspirar el aroma del tiempo: desaparece el intervalo entre un acontecimiento y otro, ese instante de reflexión que ordena hechos y construye narrativas con sentido complejo. En la Era Digital percibimos como animales en la selva: con atención múltiple y permanente, estimulados por infinitos signos intermitentes que para ellos implican peligros y a nosotros nos generan deseo y entretenimiento.
El tiempo se ha fragmentado y atomizado en lapsos breves: lo que se demora, hoy aburre. Vivimos en un presente continuo de hechos fugaces desconectados de su historia, inmersos en un ruido infernal: “Las cosas se aceleran porque no tienen ningún sostén; no hay nada que las ate a una trayectoria estable”, según Han. Y reina una transparencia total de luminosidad cegadora.
Tenemos hoy la posibilidad concreta de la contemplación. Pero uno podría seguir alienado, alimentando redes sociales con un pánico entendible -conveniente si inmoviliza- mientras sigue trabajando gratis para Mark Zuckerberg, a quien Han perfila así:
“Vivimos una nueva servidumbre. Los señores feudales digitales como Facebook nos dan la tierra para que la cultivemos, nos dicen que es gratis y nosotros la aramos como locos. Al final vienen ellos y recogen nuestra cosecha. Esto se llama explotación de la comunicación. Nos comunicamos con los demás y nos sentimos libres, pero estos señores capitalizan la comunicación y los servicios de inteligencia la monitorean de manera muy eficiente. Nadie protesta, aunque vivamos en un sistema que explote nuestra libertad”.
Desde ese punto de vista, el smartphone como extensión del brazo nos convierte en ciborg y reemplaza a la cámara de tortura de la novela 1984 de Orwell: es un confesionario móvil. En el nuevo panóptico digital nos sentimos libres, no vigilados. En lugar de ocultarnos, nos vamos desvistiendo: queremos ser vistos y cooperamos desde el narcisismo y el control. Los motores son voyerismo y exhibicionismo.
Nuestro smartphone nunca estuvo tan activo como en estos días. Las redes sociales explotaron y el alicaído Facebook revivió. Hay temor de que colapse la web por el reimpulso de la desmaterialización de la vida. Con furor inédito, entregamos a Google más huellas digitales que nunca para que las procese y venda a otras corporaciones.
Pero siempre hay otros caminos posibles: toda tecnología es una espada de doble filo. El país ha pegado un frenazo. Y una insólita carambola global nos ha entregado la posibilidad de recuperar un poco ese aroma del tiempo perdido: el que emana de la duración. Dice Han: “Sólo cuando uno se detiene a contemplar, desde el recogimiento estético, las cosas revelan su belleza, su esencia aromática”. Pero no se trata de una relajación estática sino de un pensamiento activo y creativo, incluso crítico.
Este impase impide que cada segundo vital esté orientado a la acción instrumental. Esta quizá sea la única oportunidad de nuestra vida para escapar al zumbido permanente del enjambre digital. Incluso la calle tras la ventana es un remanso de silencio que ya no irrumpe indecoroso en la casa.
Claro que no para todos es así: los más digitalizados acaso estén trabajando más que nunca. Y los menos, en algún momento tendrán que salir a producir. El hecho es que el país está paralizado en gran parte: centenares de miles han dejado de trabajar sin haber sido despedidos. Cuando en épocas normales el trabajo se detiene, se tiende a vacaciones muy activas para sacarle el máximo provecho al escaso tiempo de libertad. Para el resto del año quedan la moda del yoga y la meditación cronometrada en un Occidente ya secularizado que no puede parar de trabajar.
Hoy el tiempo ha recuperado de forma inesperada el ritmo antiguo de los orígenes de la modernidad. Puede que dure poco (o mucho). Y cada cual elegirá cómo lo aprovecha. Uno puede hacerlo entregado a un ocio pasivo frente a la TV -su magnetismo se ha potenciado con la noticia más intrigante desde 1982- o activándose mentalmente de manera creativa. Una opción maniquea podría ser Netflix o libros, alternando con videogames adictivos y flashes de noticias que se podrían resumir en media hora al final del día. Pero la atención seguiría fragmentada y sin pausas. Otra posibilidad sería una hiperconcentración, apagando varias horas al día todo dispositivo que conecte con el espacio exterior hogareño y entregarse a una actividad lenta y compleja, no un mero entretenimiento que rellene un espacio-tiempo vacío. Quizá nunca -ojalá- volvamos a tener una oportunidad así.
Nadie sabe cuándo terminará el aislamiento capsular. La ya evolucionada digitalización de la vida avanzó cincuenta años en cinco días. Y sabemos que la tecnología nunca retrocede. Cuando esto termine, estaremos más habituados a estar entre paredes, rodeados de pantallas planas como ventanas a un mundo que ha perdido el horizonte. El windowing -al decir de Han- se impondrá cada vez más como el modo de la experiencia perceptiva: estar en el mundo será estar frente a la ventana.
Las empresas afinarán el home-office en el que venían experimentando una vez por semana. Otras descubrirán que el método es más productivo. El trabajo se liberará aún más de la presencia física del cuerpo. Saldremos de la cápsula metamorfoseados. Nuestros vínculos se digitalizarán más y seremos muy conscientes de la fragilidad vítrea del mundo global, donde ya nunca nada -si es que aún lo era- volverá a ser solo local. Ante el menor peligro invisible, correremos a encerrarnos en nuestra fortaleza-cápsula con la tranquilidad de poder salir a gusto a través del espacio virtual, esa dimensión metafísica ya real.
Hoy más que nunca, el aleteo de una mariposa -o quizá un bocado de murciélago asado- en China, puede generar un tsunami del otro lado del océano. Y medio planeta -en un inédito acto global de obediencia civil- es capaz de encapsularse con mansedumbre a la primera orden. Ha nacido el aséptico mundo cápsula -expandido en el espacio virtual- con un blend de aromas ignotos que será un signo incierto de los nuevos tiempos.
*Autor del libro Japón desde una cápsula. Adriana Hidalgo Editora (2019)