Crecí en una familia católica en el primer cordón del conurbano sur y la casa donde pasé los primeros veinte años de mi vida junto a mis hermanos estaba rodeada de imágenes religiosas. Heridas, martirios y lamentos se repetían en cada espacio vacío y moldearon en mí (de manera fantasmagórica) el gusto por coleccionar fotografías y grabados. Mi mamá solía guardar cualquier tipo de imagen en la que apareciera un santo, menos por placer fetichista que por temor a tirarlas. Como un talismán autoritario esas estampitas, posters, postales, calendarios y dibujos ejercían sobre ella (y por transmisión también sobre mí) el poder de una vera icon o imagen aquiropoeta: habían sido hechas por Dios, romperlas o tirarlas hubiera sido una afrenta.
Recuerdo explorar en su cartera estallada de esos figurines mientras escurría alguna moneda a mi bolsillo. Un primer reflejo de mi parte fue acumular representaciones del diablo y escenas de brujería. Compré ediciones polémicas de libros ilegibles en librerías de saldo de la avenida Sáenz apenas cruzando Puente Alsina. Algunos años después, mi mamá aprovechó unas vacaciones con amigos para tirar la colección a la basura.
Los meses de verano en Lanús promediando el primer cuarto de los años noventa se fijaron en mi memoria como un gran playón de estacionamiento de brea vaporosa. Los días parecían repetirse indefinidamente. Internet empezaba a aparecer en nuestras vidas en un goteo lento. Había que conectar la línea de teléfono atrás de la CPU después de las once de la noche porque había tarifa reducida, daba ocupado, se cortaba y bajar una sola imagen o canción podía tardar varios días. Una de las actividades diarias era revisar las carpetas de archivos temporales de Internet para ver pedazos de imágenes que habían quedado guardadas por la navegación.
Otra era caminar las cuadras que separaban mi casa del video club que abría después del mediodía para alquilar un cartucho de videojuegos. El dueño del local era un treintañero simpático que complementaba la falta de novedades en el stock con recomendaciones exageradas y pósters de películas perturbadoras en la vereda. No logro olvidarme del póster de la película argentina Las Guachas (Bellini/Perez Roullet, 1993) en la que se veía a una mujer sin ropa de espaldas sobre un tronco (Ana Marelli) atacada a facazos por otras dos mujeres también desnudas (Susana Torales y Silvana Pane). Tiempo después la vi online y comprobé que esa escena no tiene correlato con la historia.
Hacia la segunda semana de febrero aparecía una oportunidad repetida: el cumpleaños de mi hermano. Entonces veía abrirse esa billetera llena de estampitas y medallas y recibía el encargo de encontrar un regalo que casi siempre buscaba entre los locales del otro lado de la estación. La elección se veía atravesada en todos los casos por mi propio gusto. Recuerdo haber comprado el disco Smells Like Children de Marilyn Manson. Ninguno de los dos lo había escuchado, pero todo lo que rodeaba al personaje me producía curiosidad. Cuando lo pusimos en el reproductor, la mayoría de los tracks eran ruidos, conversaciones, bromas telefónicas y jueguitos de sonido, algo que con el tiempo aprendí a disfrutar pero en ese momento me hizo sentir estafado.
A pesar de estar correctamente iluminadas, las fotografías del booklet eran oscuras. Necesitaba ver más. Esa noche, los resultados de los buscadores (todavía no googleábamos) me dejaron pasmado. Una serie me perturbó en particular porque, a diferencia de las demás, no parecía producida de manera explícita. Faltaban años para que me interiorizara en la erótica despojada de las fotografías de Richard Kern y me reencontrara con esa imagen en la sesión de fotos del simple "Lunchbox". El cuerpo flacucho de Manson desnudo sobre sábanas y paredes rojas mirando a cámara desde abajo y con la boca manchada de algo que parecía sangre me atravesó, hizo cortocircuito con el retrato del sagrado corazón que estaba en la mesa de la computadora y se fue a bailar con Susana Torales.
Guardo cariño por las imágenes encontradas en esas primeras expediciones en la red, siento que de alguna manera cifraron fantasías que me llevaron a melodías que hicieron posible el intento de apropiarme de una realidad otra. Cada una que elegía y descargaba me parecía envuelta de un halo misterioso, todas parecían factibles pero improbables, no traían ninguna pista que dijera de dónde habían salido, quién las había hecho ni para qué. Hoy, cuando extraño un poco mi capacidad de asombro, pienso en una frase de Shklovsky: ¨Las imágenes no provienen de ninguna parte, son de Dios¨.
Leah Beo (Leo Balistrieri) es fotógrafo y docente en imagen fotográfica. Especializó sus estudios en fotografía argentina y fotoperiodismo. Realiza sets visuales en vivo combinando resultados de investigaciones historiográficas en el campo de la imagen digital. Produjo contenido audiovisual para La madre del desierto de Ignacio Bartolone y actualmente cura el ciclo Poco loco club en Club Social 911. IG: @leahbeo