Buenos Aires tiene en común con Mar del Plata un rumor de fondo, una cortina sonora que ya ni escuchamos. Allá en la costa es el mar, que no deja que nos olvidemos que está y que manda. Acá en el laberinto es el tránsito, que le pelea a la gente ser el dueño. La cuarentena, inesperadamente, apagó el rumor porteño de fondo y ahora se están oyendo otras cosas.
La experiencia es común para el que viva en una manzana toda de departamentos y para el que viva en casa y entre casas. Las calles estarán solitarias y en silencio, pero el centro de cada manzana, el pulmón, en estos días es como un teatro leído. Ahí está la señora con el vozarrón llamando a comer a una familia remolona (¿tan mal cocinará para tener que gritar tanto?) y ahí está el que psicoanaliza a la amiga sin darse cuenta que comparte la sesión. Más de uno se quedó pensando en las inseguridades de esa mujer.
Los perros andan medio desconcertados con tanto silencio y ladran por cualquier cosa, lo que agrega un coro de retos a la banda de sonido. Resulta que el chiquito de ladrido agudísimo que molesta hasta con tránsito se llama Miguel. Su puntaje entre los vecinos subió y mucho, porque los dueños ya no lo dejan solo y Miguel, buen pibe, para de ladrar apenas se lo exigen. Un caniche anónimo, en cambio, parece ser un caso perdido y más de uno le anda prometiendo un castigo ejemplar en ese día mítico en que se pueda salir a la calle. Cada vez que pasa una moto de reparto con el escape roto, y ahora se nota que hay tantas, el coro de perros parece una catedral.
Otro que, como el caniche, no tiene remedio es un matrimonio mal avenido que le dio un susto a cada vecino recién llegado. Es que al escucharlos pelear por primera vez todos y cada uno pensaron en llamar al 911 y denunciar un inminente caso de violencia familiar. Pero ella grita tanto como él, putea como la mejor, le hace un frente vocal que termina siempre con la última palabra. No hay portazos, ni cosas rotas, ni gritos de dolor, sólo una dinámica familiar horrible. Con el encierro, la pelea de las cinco, hora en que alguno de los dos debía volver del trabajo, se transformó en una matineé con show a media mañana, de tardecita y de primera noche. Más breves, porque pelearse cansa.
También hay algunas ganancias inesperadas, como la de una nena que tiene el balcón más alto de una manzana más de casas que otra cosa. Tiene unos diez años, le gusta cantar y el balcón es su escenario. Cada día volvía del colegio, tomaba la leche y, más seguido que no, salía a escena y arrancaba con una canción. Bien fuerte, para que se oiga, con una entonación que no está nada mal y con un repertorio de éxitos. Las opiniones siguen divididas entre los que ya no la aguantan y los que se dan cuenta de que la nena debe estar sola y se aburre…
Pero la cuarentena le dio a la nena algo que le faltaba, un público. Son los demás chicos de la manzana que no van al colegio, también se aburren y aplauden a rabiar. Es que hacer ruido siempre es más divertido que quedarse callado, y por eso cada noche a las nueve el aplauso a los trabajadores de sanidad es también una catarsis. Coritos, silbidos, chifletes y hasta alguna vuvuzela que sobró del Mundial.
Los insomnes, más solitarios, se quedan en realidad con un silbador refinado que arranca pasadas las dos de la mañana. En el silencio espeso se escucha un aire de milonga, lento y seguro, tan parejo que da envidia. El hombre, opinan los que saben, es un genio desconocido.