Hace más de un año, cuando campeaba el gobierno de Macri y no sabíamos que iba a ser derrotado electoralmente, circuló una remera o una frase que se asentó también en remeras: harta de mantener chetos. Pero si ese hartazgo se expresó en votos, 2020 podrá ser recordado como el año en que pasamos de esa destitución política -un luminoso día de octubre- a la condena social de la subjetividad cheta. Año que se despabiló con el horror por el asesinato en grupo de un joven en Villa Gesell y se volvió raro y difícil en la urgencia de confrontar la pandemia. Un deporte practicado por jóvenes de clase media alta y vinculado a una serie de conductas y valores, consistentes en afirmar la masculinidad más tradicional, la agresión y la distinción, es denominador común de personas que atacan y desconocen los pedidos de asunción del bien común.
Desde los rugbiers asesinos de Gesell al que atacó a un guardia de seguridad para escapar de su aislamiento obligado hasta el muchacho que fue de Europa a Punta del Este para luego subir al buque que cruza el río de la Plata con su análisis positivo de COVID. Cara de un virus que se expande por el turismo y por lo tanto empieza por los sectores más acomodados. Las blancas camionetas que hacen cola para entrar en los lugares balnearios irritan a televidentes y falta poco para que el vecindario espantado les tire un corchazo. Uno de los dueños de Vicentín (la empresa declarada en quiebra después de tomar millonarios e ilegales créditos del Banco Nación) fue detenido mientras paseaba en yate y un empresario tandilense descubierto cuando llevaba escondida en el baúl a su empleada doméstica.
Mientras el corona empezaba a circular por Argentina los patrones rurales intentaban parar la comercialización y circulación de granos, para seguir acumulando sus arcas que permiten, también, el turismo planetario ostentoso y esa disposición a andar en 4 x 4. Y es cierto que no todo viajerx pertenece a esa clase, pero quienes han vuelto y evitado el aislamiento ponen en juego una sociabilidad que se parece a la que lleva a votar a gobiernos neoliberales. Pero eso está, aunque parezca en cuarentena en este tiempo, y muchos callen respetando a un gobierno de origen popular que apuesta a reconstruir el estado y su capacidad de intervenir, lúcidamente, sobre la vida social. Un cierto modo de trato de los cuerpos, de pensar los derechos ajenos, de comprender lo público unifica esas conductas.
El virus parece producir una inversión inédita: no son los pobres, las madres luchonas, los pibes villeros, los que viajan desde el conurbano de las ciudades, los que encarnan la amenaza (por el contrario, ahí están atendiendo en las cajas de los supermercados, reponiendo las góndolas, trabajando en las fábricas, manejando colectivos, en las salas de salud y los servicios de seguridad), si no que son los que tienen vidas más privilegiadas.
Una de mis abuelas sugería, cuando yo niña, que cruzara de vereda cuando iba a pasar cerca de algún muchacho de los sindicados como consumidores de sustancias ilegales y que eran más bien vistosos ejemplares de la contracultura que inquietaba las vidas pueblerinas. La conducta general es la de acelerar el paso ante el pibe de gorrita o mirar con desconfianza su cercanía a la puerta. Como bien sabe todo ese piberío cuando bajamos de los trenes y es a ellos, por portación de facha, no a mí, que la policía para y pide documentos. En los días de la epidemia, lo que alarma es el retornado del invierno europeo (uy, los votantes de una señora que ojalá sea cierto se retiró) o pilchas de marca compradas en Miami. Diría que esa inversión es de los pocos elementos felices de este tiempo tremendo. Pero esa inversión no se hace como reposición justiciera del antagonismo social sino como señalamiento y denuncia de aquellos que atacan la unidad nacional.
Unidad de todos decía la tapa de los diarios y no pocas mascullamos sobre la velocidad con que se vuelve al supuesto universal masculino cuando la crisis arrecia, como si no fueran precisamente los momentos críticos los que exigen una más sensible imaginación política. El alivio ante la solidez del gobierno, la capacidad de planificación, la existencia de un ministerio de salud son datos fundamentales. Pero este no es un gobierno de chetos, claramente.
Ni que hablar del movidón de reconocer experiencias de gestión popular: la designación de un dirigente de la Unión de trabajadores de la tierra a cargo del Mercado Central, es la contracara formidable de los nombramientos que encumbraban, durante el gobierno anterior, a gerentes de empresas en puestos públicos. El pasaje de la Sociedad Rural a la UTT implica una transformación de las concepciones de la agricultura, de la producción y de la comercialización, que no podrá ser separada de otras discusiones como la de los agrotóxicos, las zonas de fumigación, sus efectos sobre la salud de la población. El reconocimiento de las militancias populares y comunitarias que se hacen cargo, cotidianamente, de la reproducción social; de los feminismos que hilan con paciencia lo común, es parte de ese horizonte en el que se pueda apostar al saber sobre el esfuerzo socialmente necesario antes que a la atribución de ingresos por disponer de una propiedad.
Ante la amenaza de la pandemia y la suspensión de la cotidianeidad aparece la pregunta por quiénes hacen lo imprescindible y lo impostergable. ¿De quiénes depende la continuidad de la vida? El virus se asienta sobre la base muy anterior de la desigualdad social y cuando se generaliza empeora o amenaza la vida de lxs más desposeídxs, de quienes tienen menor acceso a las instituciones de salud, cuerpos más frágiles. O quienes deben transitar las medidas preventivas en hogares precarios y en condiciones de hacinamiento. Puede ser ocasión de pensar y revisar la desigualdad, de conjugar la relación Estado y sociedad, de cambiar sistema tributario y lógica de trabajo. Pero también será la ocasión mundial de articular modos tradicionales de control policial de la población y formas nuevas del trabajo, la educación, la comunicación, el trato entre las personas. Muchas imágenes de sociedad futura se trazan durante la pandemia. El desafío de pelear por alguna de ellas no es menor al que nos exige cuidarnos para evitar la expansión del virus.