El universo del crimen organizado como materia de ficción, forjado en esas historias publicadas en las revistas pulp de los años 20, nutrido de las crónicas de la prensa sensacionalista, nacido de la fascinación por la Ley Seca y el comercio con lo prohibido, se reinventó en los años 70 cuando la generación del Nuevo Hollywood vio allí no solo las grandes proezas de los criminales de antaño como aventuras de antihéroes, sino un extraño mundo de jerarquías y deberes, de códigos y lealtades, de familias extendidas. Francis Ford Coppola construyó la mítica, dio cuerpo a las ceremonias de aquel universo criminal desplegado en las décadas y los países, de Sicilia a Nueva York, de Las Vegas al Vaticano. Martin Scorsese y Brian De Palma recorrieron los márgenes, la poética de los inadaptados, figuras anómalas sin gloria ni grandeza, oscuras víctimas de sus propios destinos.
Con los nuevos tiempos y negocios, el narcotráfico se convirtió en la vedette de las nuevas Mafias, y ese retrato documental nacido de la pluma periodística y de los nuevos discursos sobre el crimen impregnó el territorio de las sagas televisivas, transgenéricas y transoceánicas, herederas de aquel romanticismo esquivo que se convierte ahora en aspiración. La narrativa de Roberto Saviano y su mirada penetrante en los entresijos de la Camorra dieron origen a Gomorra; primero libro, luego película dirigida por Mateo Garrone en 2008, dura, cruda y blanquecina sobre niños guerreros y territorios sin Dios, y luego serie en 2014, con su estilo más propenso al cuño melodramático. Y esa resulta ser la gran virtud de la nueva serie ZeroZeroZero, basada en el segundo libro de Saviano y creada por Leonardo Fassoli, Mauricio Katz y Stefano Sollima: destejer los lazos familiares y afectivos que forman ese entramado de negocios espurios más allá de la supervivencia.
Estrenada a comienzos de marzo en Amazon Prime Video, y dirigida por Pablo Trapero (el anteúltimo episodio es el que mejor esgrime su sello), Janus Metz y el mismo Sollima (director de Suburra y Sicario), ZeroZeroZero se construye como la ambiciosa travesía de un cargamento de cocaína, que parte de Monterrey, en México, para arribar a las costas de Gioia Tauro, en Calabria. El negocio involucra los tres lados de un triángulo: los vendedores, el cartel de los hermanos Leyra que produce en las barriadas mexicanas con la protección de infiltrados en el ejército mexicano; los intermediarios, habitantes de la sureña Nueva Orleans con sus calores y sus iglesias, que forja la cofradía familiar de los Lynwood en el peso de los recuerdos y las marcas de la herencia; y los compradores en Calabria, cuna del reinado de Don Minu (Adriano Chiaramida), anciano refugiado de su pasado y en guerra intestina con sus herederos. Ese amplio mapa ofrece a la serie su dinámica geografía y sus paisajes variados; los bosques calabreses, los mercados urbanos de Monterrey y los hoteles de lujo de la travesía de los Lynwood son instancias de una puja que excede el comercio y se arraiga en el peso de la sangre y el linaje, en las deudas de honor que son el germen de toda tragedia.
Los Lynwood se agitan en el corazón del relato. Emma (Andrea Riseborough) y Chris (Dane DeHaan) son los herederos del imperio de su padre (Gabriel Byrne) y también el vivo recuerdo de la fatalidad que llevó a su madre a la tumba. Nueva Orleans resulta un permanente ciclo de ceremonias en sus vidas, la carga de las mercancías, los acuerdos económicos con el cartel mexicano, los mensajes cifrados con el viejo Don Minu. Su vínculo es opresivo y endogámico, como alternantes de un mismo refugio, celebrantes de los mismos recuerdos, cultores del temor a la enfermedad. En Calabria, la sangre también se convierte en maldición, en el recuerdo de un castigo, en el olor de la traición. Stefano (Giuseppe De Domenico) cultiva la rebelión a su nono Don Minu como estrategia de independencia, pero al mismo tiempo como deuda de venganza, por el recuerdo de su padre muerto, de su hijo al que quiere darle una mejor vida. Allí, los terruños son el escenario de los sacrificios, donde los cerdos se comen los cadáveres y las traiciones se pagan con la propia vida.
El mundo de los Leyra en Monterrey es el más pedestre, nacido de clisés de nuevos ricos con trajes de Versace, piscinas de formas exóticas y mansiones con pistoleros agazapados. Pero tras esa fachada grotesca y de malos modales, se gesta el arribo de una nueva familia, nacida del barro de la desigualdad y las lealtades barriales, de una ambición de gloria secular. Manuel (Harold Torres) es el Vampiro de su escuadrón, el infiltrado en el comando del ejército que se afirma para el control de sus aliados con el brío de los elegidos. En cada misión, en cada ejecución implacable, la voz del pastor que lo acompaña le dicta sus pasos, le brinda esos ideales morales que sus acciones necesitan. ZeroZeroZero completa así su tercera familia, esta vez improvisada y nacida de la desesperación, pero también inmersa en la misma tragedia que une a padres e hijos, que entreteje las ambiciones con el llamado de la sangre, como aquel beso con el que el Michael de Al Pacino sellaba el destino de Fredo, con todo el dolor de su alma.
Si Gomorra estaba pegada al polvo de las calles, a los grises de los ocasos, a la mezquindad de las pequeñas traiciones, ZeroZeroZero es la más extraña versión de la Odisea, cuyo territorio es el océano y sus inesperados desvíos, cuyos peligros aguardan en el desierto de Medio Oriente o en los depósitos de la Aduana de Casablanca, siempre cargados de presagios, enredados en un tiempo circular que vuelve conocidos los destinos aciagos, que vuelve liberadoras las muertes esperadas. Con ese aire de thriller y algunos tópicos inevitables de las narcoficciones, con sus varios idiomas y una puesta en escena que oscila entre el vértigo de las persecuciones por los pasadizos de Monterrey y las escapadas silenciosas en las noches de Calabria, la serie se viste de ambiciones de gran relato, de ópera mundana sobre las ansias de supervivencia.
Y la hermandad entre Emma y Chris Lynwood, la tensión de ella en el ejercicio del liderazgo, de él en la lucha contra una enfermedad inexplicable, se transforman en una danza de protección y dependencia, en una comunión muda que no deja lugar a otros, a amores o invasores, a nuevos atajos más allá de las fronteras familiares. Riseborough y DeHaan imprimen una fuerza arrolladora al corazón de esa familia, explorando un pasado doloroso a través de las huellas en sus rostros, en sus cuerpos vulnerables, humanos en demasía. Es allí donde los dioses de la tragedia se hacen esquivos, donde no hay guía posible para hallar el rumbo, donde el mundo del crimen organizado, con sus ambiciones y sus sangrientas riquezas, es el amparo de la única familia posible, la única de esa condenada existencia.