El oro y el barro
En agosto de 1989, en el salón Garage Argentino de San Telmo, un espacio de Evely Smink, Sergio De Loof presentó su primera colección. Bajo el título Latina Winter, by Cottolengo Fashion, vistió a más de sesenta modelos con diferentes retazos y prendas de segunda mano seleccionadas en el Cottolengo Don Orione de Pompeya. Con ellas, De Loof revisaba de manera ecléctica y festiva la historia del vestido desde la antigüedad hasta la década del noventa, incluyendo ropas de la Francia cortesana, trajes Chanel o vestimentas típicas mexicanas, pero también se ocupaba de que el “look moderno” que vestían él y sus amigos estuviese representado.
En sus crónicas para el suplemento “Sí!”, del diario Clarín, Laura Ramos anotaba: “Amigo, había setenta tipos sobre la pasarela, setenta tipos humanos, setenta culturas. Luis XV, el acidhouse, María Antonieta y un pulgón atómico, una geisha y las mellizas cuyo ícono es Boy George, la que se viene al centro desde Pacheco en tren, el chico que se parece a Rick Astley y el disco de Rick Astley, allí había citas a Bunader, Grippo y Baño. Amigo mío, Sergio de Loof, inspirador de Bolivia, madre de los setenta tipos que dibujaron sus sueños sobra la pasarela, hizo una orgía de la moda esa noche”.
De Loof no había participado en la Primera Bienal de Arte Joven, el evento organizado por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que terminó de catapultar a quienes eran sus compañeros Gabriel Grippo, Gabriela Bunader y Andrés Baño como exponentes de la moda convertida en arte. Pero sí había estado sentado en el pasto frente a la pasarela, y también se le había quebrado la mandíbula de sorpresa y éxtasis cuando, en el desfile de Baño, dos chicas se habían dado un beso en la boca inesperado. Conocía a Grippo, Bunader y Baño desde hacía tiempo, y ellos lo conocían a él. A diferencia de ellos, De Loof no tenía formación académica.De todos modos, De Loof fue reconocido como figura central de este nuevo modo de entender la moda. Sin embargo, y a pesar de que fue invitado por Andrea Saltzman en varias oportunidades a dar charlas en la flamante carrera de Diseño de Indumentaria de la Universidad de Buenos Aires, a De Loof nunca se le ofreció un puesto docente. Su forma de producción era “insistematizable”. No existía en su proceso nada parecido a la planificación. Llegaba con sus bolsas de ropa de segunda mano y las tiraba en una pila en el piso. Entre chistes, maldades y música ensordecedora, sus amigos iban eligiendo qué ponerse, Sergio les aconsejaba o les cambiaba las prendas, les ponía otra cosa encima, les hacía un tocado.
Pensarlo como autor también era complicado. La mayor parte de la ropa que usaban sus modelos no había sido hecha por él, sino que provenía de galpones de vestimentas usadas. Sergio no sabía coser (su mamá Blanquita fue su costurera en varios desfiles) y tampoco tuvo interés en comercializar su ropa como marca, es decir, en crear colecciones y estructurar un proceso de producción. Sus trajes siempre fueron únicos y efímeros. Al terminar el desfile estaban rotos, o se los llevaban las modelos, o los reconvertía en otro traje en la próxima ocasión.
Sus desfiles eran eventos, oportunidades para crear algo, y no el cierre de un proceso de diseño y producción. No es casual que Laura Ramos describa Latina Winter… como una orgía. Las referencias al desenfreno erótico eran marca registrada de De Loof. Un desfile realizado poco después, Pieles maravillosas, hacía referencia tanto a las pieles que vestían sus modelos como a las pieles de los mismos modelos, quienes, a medida que el desfile avanzaba, iban quedando más desnudos. Había imaginado el desfile como un homenaje a Caravaggio. Epítome del homoerotismo, el desfile dejaba en claro que De Loof asumía su posición creativa desde una sensibilidad minoritaria que buscaba hacer socialmente visible.
En sus desfiles, es clara la relación que existía entre la moda y el teatro, no solo porque todos contenían minúsculas acciones dramáticas, sino también por la relación estrecha que establecía entre traje y disfraz, moda e identidad. Como recuerdan las investigadoras Daniela Lucena y Gisela Laboreau, en una Buenos Aires que se vestía de marrón y gris, y en donde la moral impuesta por la dictadura seguía vigente a través del control policial, llevar un look moderno, vestirse con colores estridentes o con ropas usadas significaba mucho más que una tendencia. Era una forma de resistencia y sublevación que también suponía asumir riesgos.
De todos modos, De Loof nunca haría de su práctica una arenga política. Si él se vestía así era porque no podía ser de otra manera. Era casi una fatalidad y una expresión involuntaria de su ser diferente. Sus modelos eran sus amigos, las personas con quienes compartía sus días y sobre todo sus noches. Sus cuerpos estaban muy alejados de los de las supermodelos, pero De Loof había aprendido de Madonna y de Almodovar “el fashion de las feas”. Gays, transexuales, mujeres gordas, flacos narigudos, petisos, lo que hoy llamaríamos disidencias sexuales y corporales, todos encontraron su lugar en los desfiles de De Loof, quien ya para mediados de los noventa anunciaba que quería “una moda hermosa para pobres y feos”.
Las noches
El lugar de De Loof ha sido siempre el intersticio. Por eso, no es casual que su primer espacio, Bolivia, haya sido creado en 1989, el año final de la década, marcado por la renuncia del presidente Raúl Alfonsín y el ascenso de Carlos Menem, en el marco de una hiperinflación que había llegado al 196% en junio. Hartos del puñado de bares que ofrecía Buenos Aires para pasar las noches, Freddy Larrosa, Nelson López Murad, Andrea Sandlien, Alejandra Tomei y Sergio De Loof, apoyados por sus padres, alquilaron un pequeño espacio en el barrio de San Telmo al que llamaron Bolivia. “En ese momento, era como ponerle ‘cucaracha’ a un restaurante. Era el nombre más horrible que se me hubiese podido ocurrir”.
El espacio fue creado en respuesta a lo que De Loof y sus compañeros consideraban una actitud “intensa”. En el Parakultural o en Cemento, se quejaban, había que pagar una entrada para tomar vino de mala calidad envasado en cajas de cartón y observar el espectáculo de derrumbe de quienes lo visitaban, que se vestían con ropa casi uniforme y oscura y bailaban haciendo “pogo”, un latigazo de agresividad corporal punk que estaba en las antípodas de la sensibilidad hospitalaria que querían instalar en Bolivia.
“Bolivia era cariñoso”, recordará José Garófalo años después. “Era un hospital para gente con sueños”, agregaba Freddy Larrosa. Los dueños se ocupaban de servir comidas baratas y caseras, muy simples, y elevar el vino de caja al de damajuana, además de comprar cigarrillos Achalay que regalaban a quien pasase por allí. Tenía casi el funcionamiento de una casa, en donde al comedor con algunas mesas le seguía una cocina amplia a la que entraba y salía quien quisiese. Enfrente, funcionaba el Garage Argentino, donde De Loof hizo varios desfiles que se derramaban hacia la calle y cruzaban hacia Bolivia.
Además de ser un espacio en donde los visitantes podían conversar y bailar, Bolivia funcionaba como una pequeña usina productiva. Contaba con su propio canal de televisión amateur, la BCC (Bolivia Canal Creativo), para el que De Loof, Kelo Romero, Christian Delgado (quien más tarde cambió su nombre por Cristian Dios) y otros realizaban cortos informativos, entrevistas y pequeñas producciones. Fascinados por el mundo de MTV, incluían en él conversaciones con Fito Páez y clips informativos sobre música, pero el resultado estaba lejos de ser profesional. Los entrevistadores se reían, hacían preguntas inconvenientes o eran interrumpidos por camareros en slip que los plumereaban. La programación no se transmitía, sino que circulaba entre el grupo en casetes de VHS. Al verlo, se tiene la sensación de estar frente a un proyecto al estilo del que realizan los protagonistas del film El mundo según Wayne: un grupo de amigos intentando montar un programa desde el sótano de su casa.
Sin embargo, tanto la BCC como Bolivia eran entendidos por Sergio como una manera de hacer arte. En BCC anidaban dos elementos programáticos para De Loof. El primero, su fascinación por el mundo de la televisión y las estrellas. El segundo, la contracultura del do it yourself, cuyo origen es el movimiento punk, pero que De Loof tomaría como modus operandi y lo convertiría en la cifra de su creatividad. La decoración de Bolivia, su primer experimento, también estaba hecha con lo que había. “Nosotros ya podríamos empezar a ser frívolos e ir a ferias a elegir cositas de colores. Casi inconscientemente decretamos el final del velorio y cambiamos el color negro del dark por el flúo de las ferias. Tomábamos vino, ácido lisérgico y bailábamos Soul II Soul o acidhouse. En Bolivia también empezamos a proponer el humor y el ridículo, en un ambiente donde estaban Urdapilleta y Batato”, relataba De Loof a la periodista Cristina Civale.
Bolivia se caracterizó por una estética pop, colorinche. Una persiana en la que cada tabla estaba pintada de un color brillante diferente y un piso de damero blanco y negro. Dentro de un proceso de cambio de sensibilidad, caracterizarse como frívolo era otra pequeña provocación, en un contexto cultural que todavía fluctuaba entre el optimismo y la “efervescencia” democrática, y el trauma social de la época precedente. De Loof consideraba que su gran marca era dejar los elementos de limpieza a la vista: tener todo listo, la mesa preparada y todo acomodado, pero que se viera la escoba o el plumero colgado. Estas pequeñas transgresiones, ingenuas e infantiles, constituían su firma y querían advertir que, tras el manto del orden, también acechaba la suciedad.
Menos de dos años después, Bolivia ya estaba disuelta. Aunque se llenaba, no había logrado convertirse en una fuente solvente de dinero y, como suele suceder con los proyectos independientes, las rispideces entre sus miembros minaron el proyecto. Por otro lado, la situación había cambiado. Para 1991, el año en que se estableció la convertibilidad cambiaria de uno a uno entre el peso argentino y el dólar, existían muchos más espacios que tres años antes y la noche ya podía entenderse como un mercado.7 Martín Gersbach, quien había entablado una amistad con De Loof en Bolivia, se encontró frente a la galería de arte Benzacar con Cayetano Vicentini, amigo y coequiper de De Loof. “Me dijo que Sergio estaba buscando un socio para un lugar nuevo. Se iba a llamar El Dorado. Yo debía de haber tenido 21 años. Había que poner unos miles de dólares, no era mucho. Estaban ya involucrados Alejandro Kuropatwa, Enrique Abud, Christian Peyón, De Loof. Faltaba un mes para la inauguración, así que el boliche ya estaba a medio armar. Fui a verlo: De Loof tenía a un ejército de gente trabajando, un equipo enorme. Había hasta costureros y De Loof los insultaba subido a la barra”.
El Dorado, como El Cairo, era un espacio fantástico, pero en este caso De Loof contaba con fondos para cristalizar sus ideas. Hizo traer camiones y camiones de telas y brocatos del Cottolengo que suspendieron de las paredes. Así, los techos se hacían más bajos. Colocó muebles, también de segunda mano, a los costados. Eran sillones y semicamas que formaban espacios privados e íntimos a los que las telas colgantes hacían de baldaquín. Revistió la pared de páginas de la revista Vogue y, salpicando los muros, había cuadros primorosamente torcidos. En realidad, toda esta ambientación la realizaba una corte de allegados y amigos a los que De Loof convencía para que lo ayudasen y a los que luego exigía como el más severo capataz. “Sergio nunca pudo trabajar solo. Siempre necesitaba un grupo de gente alrededor. Primero, porque eran cosas muy grandes las que quería; después, porque le gustaba ser el rey”, resumió Alejandra Tomei. “Nadie nunca me cobró nada”, se jactaba De Loof en las entrevistas.
El Dorado abría temprano, a alrededor de las ocho y media. Era una sola sala. Al comienzo de la noche, se colocaban mesas plegables. “Se comían fideos moñitos con manteca. El plato salía veinticinco dólares. Hoy parece un delirio, pero era lo que valía. A alrededor de las doce o la una, ya había cuarenta o cincuenta personas afuera, en la cola. Empezábamos a levantar los platos y las mesas, y la sala se convertía en una pista”, relata Gersbach. Se rumoreaba que, para la inauguración de El Dorado, alguien volcó éxtasis en el ponche que se servía. La decoración de los baños quedaba destrozada todas las semanas y había que rehacerla. En la entrada, había un perchero con disfraces –también del Cottolengo– que se reponían todos los viernes.
“En El Dorado pasaron cosas por primera vez. Allí se estrenó un video de George Michael y nacieron las primeras drag queens: la James, Vivian y Charly Darling, que trabajaban como mozas y también dormían en el lugar. El DJ residente fue Carlos Alfonsín. Más adelante, casi sobre el final, también tocó Aldo Haydar”. Existe un grupo en Facebook que se llama “Yo también fui a Bolivia”, pero no existe uno similar sobre El Dorado. Éste último fue un espacio espléndido, en donde la noche de los años noventa cobraba forma y en donde el carácter comunitario de Bolivia empezaba a disolverse.10 Como en los futuros espacios ambientados por Sergio, en El Dorado se mezclaban las modelos, la farándula, los funcionarios, los artistas y los intelectuales. Era una mezcla inédita que, en su ensayo Los Espantos, Silvia Schwarzbock analiza como una consecuencia directa de la implantación del neoliberalismo planificada desde los tiempos de la dictadura militar: “El arte y el pensamiento aparecen en sociedad, de 1984 en adelante, como ya aparecían, desde hacía tiempo, en los países sin dictadura: como parte del mercado de las ideas, igual que la política.”
Los espacios nocturnos ambientados por Sergio en la década del noventa darían cuenta de esa fluidez. Allí compartieron veladas los Macri (padre e hijo), Tete Costaurot, Susana Giménez; los escritores estrella que colaboraban con el flamante suplemento “Radar”, de Página12, Rodrigo Fresán, Alan Pauls y Juan Forn; la selección de fútbol de Alfio Basile, los músicos Zorrito Von Quinteiro y Charly García, artistas como Guillermo Kuitca y Sergio Avello, y toda la corte de De Loof. El artista Juan José Cambre llevó una noche a sus dos hijos, pequeños en ese entonces. Los chicos pidieron banana split de postre y les llegó una copa con dos bochas de helado y una banana curiosamente erguida, que Cambre escondió para que sus pequeños no vieran.
Aunque De Loof solo estuvo al frente de El Dorado los primeros seis meses, su nombre quedó indisolublemente asociado al espacio y sus cortinas brillantes. De allí se llevó la convicción de que la decoración podría ser algo así como una profesión, además de una amistad afianzada con Javier Lúquez, quien, en la historia no escrita de los agentes de relaciones públicas de la Argentina, ocupó un lugar de privilegio a partir de la década de los noventa como vínculo entre las grandes marcas comerciales y la escena del arte.
Para 1992, De Loof fue contratado como ambientador del Club Morocco, una filial del famoso club madrileño que se abriría en Buenos Aires. Era la primera excursión del Club fuera de Madrid, cuando la movida madrileña estaba ya apagada y la posibilidad de realizar negocios en el exterior se concretaba en la Argentina de la convertibilidad, que se abría a las inversiones extranjeras al ritmo de los pesos-dólares. Como la movida española, que, en palabras del artista español Santiago Sierra fue “un proceso planificado de desideologización de la juventud”, es difícil no relacionar las fiestas y la noche de los años noventa en la Argentina con el avance del neoliberalismo: su insistencia en el placer, el consumo, la fluidez global y la diversión.
Pero también es cierto que, en ese contexto, muchos de los espacios y desfiles de Sergio pueden pensarse como resistencias, producciones de subjetividad excéntricas y refractarias a la cultura dominante, que anticipan lo que luego sería llamado cultura queer. En una entrevista con Ana Longoni, Roberto Jacoby explicaba cómo, tras cierta decepción que le produjo el alfonsinismo por la persistencia de estructuras dictatoriales, entendía su trabajo como letrista del grupo de rock Virus como una forma de acción política. “Una estrategia de la alegría”, decía Jacoby, quien también realizaría las “fiestas nómades” en clubes barriales, en paralelo a varios de los espacios de Sergio. En 2011, en la exposición retrospectiva de la obra de Jacoby El deseo nace del derrumbe, en el Museo Reina Sofía de Madrid, se presentó una serie de fotografías tomadas en Bolivia. Entre ellas, enmarcado por el ventanal que da a la calle, semidesnudo y adornado con collares, Sergio aparece bailando en el centro de la escena.
Este es un fragmento del texto ¿Sentiste hablar de mi?, que será publicado en un libro sobre Sergio de Loof editado por el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires en abril. Lucrecia Palacios es la curadora de la muestra (que lleva el mismo título) y se exhibe en el Museo, por ahora cerrado hasta que indiquen la reapertura las autoridades sanitarias.