Es imposible que un argentino lea una biografía de Bolívar sin compararlo con San Martín. Es que en esto de los Libertadores hay un Boca-River de los bravos. Entre el que vino del norte y el que salió del sur se dividieron esta América, con México haciendo su guerra propia y el Caribe esperando casi un siglo más. Un resultado de esta división es que los venezolanos, por ejemplo, apenas escucharon hablar de nuestro correntino, y los chilenos a gatas saben que existió el caraqueño. Pero resulta que los dos Libertadores fueron más que distintos: San Martín y Bolívar resultan antimateria, y es un milagro que la ciudad de Guayaquil no se haya desintegrado cuando se encontraron por única vez.
La periodista peruano-norteamericana Marie Arana acaba de publicar una biografía de Bolívar que es de lo más… bolivariana, cosa rara en alguien criado en el Perú, país que hincha abiertamente por San Martín. El prócer que aparece aquí es tremendamente conflictivo, ambicioso, creativo, indisciplinado, peleón, mujeriego compulsivo, capaz de crueldades imperdonables y obsesivo con la causa de la independencia. En 47 años, Bolívar parece que tuvo más de una vida porque vivió una parábola notable, la de haber podido quedarse en ser un Macri cualquiera, un chico cheto metido a cosas que le quedan grandes, y terminar un luchador trágico por la libertad.
Los Bolívar eran una de las familias notables de la colonia española que luego fue Venezuela, un lugar particularmente feudal y de mayoría negra, criolla, mulata. Con algo de sangre noble, la familia era blanca, algo que Arana remarca con tino porque es fundamental para entender cosas como que los morenos, al principio, pelearon masivamente por los españoles contra una elite local que sabían de memoria: los godos hacían promesas dudosas, pero los patriotas venían a ser los dueños, los esclavistas, los capataces. Los Bolívar eran también muy ricos, con un palacio en pleno centro, campos, minas, lingotes e inversiones comerciales por medio país. La elite de la época era muy pequeña, con lo que la familia estaba emparentada con la nata colonial. El joven Simón, en un sentido, fue un lúcido traidor a su clase.
Y también uno inesperado, porque la infancia y adolescencia del futuro héroe son de frivolidad y capricho, las de un chico que se rehúsa siquiera a aprender a leer, es expulsado terminantemente de todo intento de colegio y destruye mentalmente a sus tutores. Recién en la adolescencia y después de aprenderse de memoria los antros de Caracas, el joven Simón empieza a registrar su entorno, a pensar y leer. Ya es huérfano, con sus hermanas casadas y sus familiares viviendo muy bien de la futura herencia del menor de edad. Para dar una idea del nivel de privilegio de esta etapa, Simón viaja a España, es presentado en la corte como un noblecito colonial y hasta juega al badminton con el futuro Fernando VII, que le parece un boludo porque se enfurece al perder un partido.
Este Bolívar joven también descubre la revolución con una larga estadía en París, que entre otras cosas lo vacuna de por vida contra los planes perfectos de gobierno. De vuelta a Madrid, se enamora y se casa, vuelve a Venezuela y se queda inmediatamente viudo, porque su hermosa y frágil mujer, apenas adolescente, no resiste las fiebres tropicales. Simón cae en una depresión completa, un encierro desesperado que es también una maduración de apuro, una suerte de espejo de que la vida no es diversión y sirvientes. El que emerge de este desastre personal es finalmente un hombre.
Y ahí empieza la guerra de independencia, que allá en el norte es de una crueldad extraordinaria. Un elemento de nuestra revolución austral medio olvidado es que los españoles nunca pudieron reconquistar este Río de la Plata. Guillermo Brown les negó la vía naval y Manuel Belgrano, un cuadro político que se puso el uniforme, los frenó finalmente en Tucumán, con lo que nos salvamos de la durísima represalia que le cayó a los “traidores al rey” en otros pagos. En Venezuela y la Nueva Granada, los godos vuelven con flota y ejército, arrasan ciudades, fusilan sistemáticamente a los prisioneros, descuartizan a los líderes y habilitan masas de bandidos rurales que terminan convirtiendo la guerra en una guerra civil. Bolívar, y esto es todavía una mancha que se discute, se contagia y también ejecuta prisioneros españoles.
Todo se pierde y Simón, que todavía no es el líder de la causa, logra escapar a Jamaica, de donde pasa a Haití, la isla negra e independiente, que le da siete naves, mil fusiles y suficiente pólvora. La guerra es como una marea que va y viene, con los españoles arrasando la tierra firme -confiscando los bienes de los patriotas que escaparon, descuartizando a los que capturaron, encadenando a mujeres en sus casas, quemando cultivos- y los patriotas guerrilleando por la selva y desde la isla Margarita, el único territorio propio que les quedaba. Bolívar, después de desviar la flota para recoger a su amante Pepita, desembarca en la isla y declara la abolición de la esclavitud, una jugada para solucionar la desesperante falta de tropas.
La campaña es nuevamente un desastre y por segunda vez el Libertador huye después de que uno de sus generales casi lo asesina. El problema de Bolívar es que en realidad no tiene generales sino caudillos locales que prefieren tener su cuotita de poder y desobedecen toda orden. Recién en 1817, después de mucho negociar y de fusilar a un irreductible, el ejército empieza a crecer y disciplinarse, y comienza la larga marcha hacia Caracas, Colombia y el sur. A todo esto, Arana cuenta la bronca de Bolívar, que está aprendiendo el arte militar sobre la marcha, ante las noticias del cruce de los Andes del ejército de San Martín. El venezolano quiere ser el primero en llegar al premio mayor, Lima.
Al mismo tiempo que pierde batallas pero va generando un ejército -que llegó a incluir miles de irlandeses e ingleses reclutados en Londres- Bolívar llamó a un Congreso nacional. Aquí está la mayor diferencia con nuestro Libertador: el venezolano no podía concebir la división de mando entre la política y las armas, y mucho menos pensar en otro al frente. A su Congreso le tomó apenas un día elegirlo presidente.
Ahí empezó en serio la guerra, con la gloria de Boyacá, que liberó a Colombia, y la marcha al sur que culminó en la batalla de Ayacucho y el fin del imperio español en Sudamérica. Y el espectacular fracaso del congreso continental de Panamá, las guerras civiles, las traiciones constantes, el disparate político. Bolívar había escrito una y otra vez que no estábamos preparados para la democracia y que sólo se podía gobernar una América unida con un presidente inteligente, honesto, heroico con mandato de por vida. El problema es que el Libertador pensaba que el único candidato al puesto era él, y en estos pagos nunca faltaron los que pensaran lo mismo.
Bolívar murió en 1830, enfermo, empobrecido, amargado por ver a su Gran Colombia astillada en seis países. San Martín lo sobrevivió veinte años en el exilio por negarse a hacer… de Bolívar. Fueron como dos polos de nuestra batería, el indio flaco, alto y serio, y el aristócrata charlatán, buen bailarín y mujeriego.