El mito de El Dorado (uno de los tantos espacios que convirtieron a De Loof en el Rey indiscutido de esta ciudad) cuenta que en su inauguración pusieron ácido lisérgico en las bebidas. Pero no, fue todo un verso, otra fantasía deloofeana: “Todos la pasaron tan bien que pensaron que habíamos puesto L.S.D en los tragos y en el diario salió publicado eso, pero no” afirma en El Monarca, la película que hizo el año pasado el poeta y editor Francisco Garamona.
Siendo nuestra especie humana auto-alucinadora por naturaleza, es en esa capacidad psicodélica, alucinante y alucinada de Mario Sergio de Loof en donde reside el secreto de su magisterio y su encanto. Su muerte generó un auténtico diluvio de lágrimas, aunque teniendo en cuenta lo frágil de su salud y sus temerarias costumbres era lamentablemente esperable (en su última internación la enfermera le incautó un par de botellas de whisky barato y paquetes de puchos de debajo de la cama).
Algo curioso para alguien que disfrutaba de confrontar y desafiar a quien fuere: creo que nunca conocí a alguien tan picante, pero Serge también fue una de las personas más tiernas y generosas que haya conocido. Y era muy maternal, con una capacidad única para hacer collages de personas y lograr que esos delirios colectivos que eran sus desfiles tuvieran una impronta propia, un estilo que él mismo definió como Barroco Thrash, pero que tuvo múltiples registros.
Y si aún me siento parte de su séquito de lloronas es porque De Loof tenía un corazón de oro: fui uno de los tantos artistas hambreados a los que alimentó generosamente, con comida riquísima pero también nutriéndome con su locura e inspiración, escuchándome y disparándome frases desconcertantes como :“Yo sé que vos capaz que sos un genio, pero no te voy a ayudar porque no sos gay”. O: “a vos te elijo como amigo por tu buen gusto”.
Conocí a De Loof primero como personaje público (a fines de los 80 salía en la revista Gente), luego como un simpático monarca bastardo de la noche y, recién cuando fui a ver su desfile en la Alianza Francesa, como diseñador de moda. Solo llegué a ver la última pasada y el saludo final, pero quedé alucinado porque llenó de barro el piso del coqueto edificio de la calle Córdoba.
Aunque nunca soñé que podía llegar a desfilar no es extraño que siendo su amigo me haya invitado a participar de algunos de sus desfiles, lo que me permitió vislumbrar el magnetismo de alguien que siempre logró tener una corte a su alrededor: drag queens, travestis, freaks, poetas, escritores, almas en pena pero también en gracia. A varios de los artistas de mi generación que más admiro los conocí por entonces, girando alrededor de sus caprichosos y desconcertantes proyectos. En ese entonces lo asimilé como un Andy Warhol de Remedios de Escalada (“ningún Miguel Angel sale de Escalada”), pero ahora lo recuerdo como una mezcla entre John Galliano y el Fagin de Oliver Twist, a la vez generoso e intrigante, apelando a la telepatía para lograr desfiles teatrales, happenings hechos con basura que mágicamente resultaba glamorosa.
Por cierto, desde entonces me siento uno de los seres más bellos de estos tiempos, capaz de seducir a la chica más hermosa de la ciudad… lo que nos lleva de nuevo a la alucinación y sus fatales consecuencias.
De Loof se había inventado a sí mismo y era (y sigue siendo) una invitación irresistible para hacer lo propio, aunque seas petiso, gordo, flaco, pobre o falopero. Por una serie de coincidencias y amigas en común nos hicimos amigos en el 2000, cuando vivía en San Telmo en La Victoria, donde siempre pasaba Blanquita, su hermosa y protectora madre y salía a diario a pasear a Coco, su perrita. Allí, en el 2001 me explicó durante una nota su credo: “Para mí, toda persona tiene que desfilar antes de morir y hay mucha gente que quiero hacer desfilar antes de que yo muera o ellas mueran. Si yo conozco a un chico que tiene un orto increíble, ¿para qué me lo voy a guardar para mí? Lo hago desfilar, para que la gente diga: ¡Que culo increíble tiene ese chico! La vida es una sola, ¿Cuándo vas a tener una ovación si no desfilás en vida?”.
Cuando en el 2016 lo volví a entrevistar en Berazategui también aproveché para hacerle un poco de masajes en los pies, que tenía negros de mugre. Por entonces parecía un hombre derrotado, acosado por fantasmas, rabioso y resentido por haber hecho tanto y no tener un mango; por sentirse ninguneado y a la vez imitado; y, sobre todo, muy triste por la ausencia de su mamá. Sólo un Rey logra volver de un abismo tal, pero también me reconforta saber que sus amigas (en especial Laura Bastet, un ángel guardián) y amigos (su corte) lo apoyó de miles de formas para que volviera a levantarse y consagrarse con la muestra que aún hoy está en el MAMBA.
Diciéndole a todo que sí, alimentándose del derroche de energía, juntando lo irreconciliable, aceptando su salvajismo y despreciando magníficamente el arte moderno y sus momias sagradas, De Loof se dio el lujo de hacer siempre lo que tuvo ganas y supo siempre que lo importante era el brillo, “sea de Jesús o de Ariel La Vogue”.
Leí por ahí que antes de la internación estaba fantasmeando en la editorial Mansalva, lo que nos lleva de nuevo a El Monarca, la deliciosa y áspera peli de Garamona. Se puede ver en Youtube y tiene música de Ulises Conti, y es algo así como un “De Loof de la A a la B” de 32 minutos, que alcanzan para sintonizar con el espíritu místico y poético de Sergio. Antes de ponerse a rezar el padrenuestro, abre su corazón y se muestra como un religioso, frívolo pero agradecido: “Para mí todos los dones me los dio Dios y me los quitó Dios. Y yo sé que es medio poco ‘intelectual’ creer en Dios, en el Dios de barba, él papá de Jesucristo y todo eso, pero es lo que me enseñaron mis padres y es mi única manera de entender lo que me pasa y porque pude ser artista y del don que tengo. Yo creo en el destino, que está escrito. Yo no morí hoy porque está escrito. Porque no me cuido para nada y no muero y se murió muchísima gente muy joven. Y la única manera de explicarlo es que ya está escrito el día de mi muerte”. De Loof Not Dead.