Las palabras configuran nuestros pensamientos, sensaciones y sentimientos, nuestra subjetividad. Dan forma al intelecto, al “mundo propio” y a lo que nos rodea. De algún modo conforman la realidad, al buscar abarcar y comprender todo o parte de lo que nos llega, toca, afecta y entendemos de esta, por medio de conceptos y categorías. Y así, derivan en discursos, propagandas, mensajes, diálogos; comunicación en suma, su empleo es infinito, incluso como esqueleto, guía, guion o sostén para producir “imágenes” de diverso tipo. De ahí que no sea raro que, el 24 de marzo de 1976 –y aun antes–, la Junta militar que comandó el Golpe de Estado se propusiera hacer circular e imponer ciertas palabras, cierto lenguaje, afín a sus objetivos y métodos.

La docente, periodista e investigadora Marguerite Feitlowitz, autora de un volumen de casi 500 páginas, Un léxico de terror (publicado por Eduntref y Prometeo en 2015) recuerda y resume justamente las palabras y expresiones de Videla, Massera y Agosti, quienes encabezaron el golpe: “Los generales llegaron con un plan, llamado Proceso de Reorganización Nacional, cuyo lenguaje aportaba nobleza a un momento por el contrario desesperado. No se trataba de una lucha sólo por la Argentina, sino, resaltaban los generales, por ‘la civilización cristiana occidental’. Mediante el cumplimiento de su ‘sagrada responsabilidad’ de erradicar para siempre la ‘subversión’ de la tierra, el país se ‘uniría al concierto de naciones’. Argentina era un campo de combate de la ‘Tercera Guerra Mundial’, que debía librarse contra aquellos cuyas actividades (y pensamientos) se consideraran ‘subversivos’. Intelectual, escritor, periodista, sindicalista, psicólogo, trabajador social se convirtieron en ‘categorías culpables’”. Feitlowitz recuerda lo que dijo Videla en mayo de 1976, al cumplirse dos meses del golpe: “El objetivo del proceso es la profunda transformación de la conciencia”. Y un planteo de Massera, en un discurso dado a la Armada, a fines de ese mismo año: “para reparar tanto daño hay que recuperar el significado de tantas palabras malversadas”.

Así, al secuestro, tortura, asesinato y robos a lo largo y ancho de todo el país –de personas y sus bienes materiales, y de sus hijos e hijas–, a los más de 500 centros de detención y muerte, se suma también la acción criminal de una “contrarrevolución cultural”, que implicó la censura y el control de los medios de comunicación, el secuestro escritores, escritoras, editores y editoras, y de libros –en bibliotecas, librerías y casas particulares–, e incluso la destrucción (quema) de los mismos. Según Massera, había una “abyecta torre de Babel” que había que destruir. Decía que las palabras son “infieles”: “Las únicas palabras seguras son las nuestras”.

Y, pese a todo, las palabras continuaron existiendo y resistiendo: creando, expresando y conectando, sea en el país o en el exilio. Al respecto, vale recordar algunos trabajos realizados en el terreno de la poesía.

Oscar Hermes Villordo, conocido autor de una biografía del Grupo Sur y de la novela La brasa en la mano, publicó en 1978, por Emecé, un poemario titulado significativamente Con sombras de palabras –como si estas mismas fueras secuestradas y sólo quedara ese resto o rastro, o se hubieran guardado, salvaguardado–. Allí se encuentra “Plegaria 1977”, que comienza diciendo: “Para este viento, Cristo; haz este mar calmarse. / El viento es la violencia de unos contra otros / y el mar es mar de sangre que sólo sabe odiarse.” Y en su final: “sálvanos Cristo fuerte. / Acuérdate y extiende la mano, Cristo santo. / Sosiega el viento oscuro de esta hora de la muerte. / Aparta de nosotros la marea de espanto.”

Darío Canton, sociólogo y poeta, distribuía una hoja por correo a todo el país y al exterior: Asemal. Tentempié de poesía, con varios envíos por año, entre 1975 y 1979 (fueron en total 20 números). Como si hubiera desarrollado una moderna “red social avant la lettre”, intercambiaba junto a este suplemento unipersonal cartas y otros materiales con un gran número de corresponsales. Esto relató en una entrevista que le hiciera Andrew Graham-Yooll para Página/12 en 2015: “Yo tenía un poema que decía: ‘El miedo como un manchón de tinta / se fue extendiendo / negra, cubriéndolo todo...’. Yo había pensado incluirlo en la tapa del número de Asemal de junio-julio 1976. En este caso omití la palabra ‘miedo’ en la tapa e invité a los lectores a imaginar qué faltaba. Nadie, de toda la Argentina, adivinó o quiso comunicarme la palabra faltante. Una persona en Estados Unidos fue el primero en decir que era ‘miedo’. La gente estaba tan poseída por la palabra ‘miedo’ que nadie se arriesgó a sugerirla como faltante”.

Héctor Yánover, poeta y librero, publicó en 1982 Sigo andando, otro título significativo. El autor del clásico Memorias de un librero publicó en ese poemario una pieza titulada “1977” –año que coincide con Villordo–, que comienza diciendo: “La noche es larga y yo camino. / Soy un hombre entre los tantos. / Pero en mi pecho, / sobre mi cuerpo allá en lo alto, / el viento mece sombras de ahorcados. / Trae gritos desde el río. / Pesan muertos oscuros, / niños claros quemados. / ¿Soy un poeta si en esta hora callo?”. Y otro poema, “Tengo la voz”, comienza diciendo “Tengo la voz llena de muertos”.

La lista podría continuarse largo rato. No se puede dejar de mencionar a Juan Gelman, a Rodolfo Alonso, a Jorge Boccanera y a tanta gente de nuevas generaciones, como Julián Axat –nacido en 1976–, que ha publicado, ya bien entrado el siglo 21, un buen número de poemarios.

La experiencia de la dictadura y sus consecuencias en el terreno de la literatura y otras artes (narrativa, dramaturgia, cine y otras expresiones) ha sido abordada en casi una treintena de ensayos, reunidos en “Una literatura en aflicción” (2018), volumen colectivo de casi mil páginas dirigido y prologado por Jorge Monteleone, perteneciente a la Historia crítica de la literatura argentina, magno proyecto en doce tomos dirigido por Noé Jitrik. Allí puede constarse que, de múltiples modos, caminos y maneras, los objetivos de la cruenta dictadura encontraron toda clase de contestaciones y resistencias: la conciencia no abdicó, la palabra literaria y poética no dejó de sentir y percibir, pensar y expresarse, en lo que es un valioso capítulo de nuestra cultura que todavía hoy resuena, reverbera y nos convoca.