Entre los aspectos con consecuencias más inquietantes de la pandemia coronavírica está la cuestión de que los más propensos a contagiarse son los más o menos jóvenes, mientras que las vidas que corren más riesgo son las de los mayores de edad. Ahí hay una inequidad que debe de ser habitual en muchas enfermedades, pero en estas circunstancias, con las exigencias sanitarias de aislamiento personal y la resistencia social a cumplirlas, ¿no termina por revelar o desnudar, además de otras calamidades, cierta desaprensión generacional?
En estos días de desconcierto recurrimos a la literatura o al cine, al arte en general, como se suele hacer, para buscar respuestas y encontrar preguntas. Ya revisitamos el Diario del año de la peste, de Defoe, y La peste, de Camus, otros libros y películas. Pero las imágenes nuestras de las últimas horas, con tantas personas burlando la cuarentena sin preocuparse por los demás, remiten más bien al Diario de la guerra del cerdo.
La novela de Bioy Casares relata una semanita en Buenos Aires en la que los jóvenes resuelven que la decrepitud es intolerable y que el asesinato de los viejos es algo deseable, incluso divertido. Publicada en 1969, y narrada desde la perspectiva de una de las víctimas, la novela se puede leer como una reacción conservadora a la rebelión juvenil de aquellos años, también como una alegoría antiperonista. A la luz de los crímenes de la última dictadura, ofrece una ominosa inversión: los hijos matan a los padres como, pocos años después, el padre (el Estado terrorista) mata a sus hijos.
Claro que salir a la calle y poner en riesgo de enfermarse a unas cuantas personas no es lo mismo que matar a golpes, como en la Guerra del Cerdo. Por empezar, no implica mancharse con sangre. Ni tampoco exponer demasiado el cuerpo propio: el que se puede morir es otro, algún viejo.
A veces hay que hacer un esfuerzo grande, hay que proponerse recordar a todos los que sí son solidarios, a los médicos, enfermeros y demás trabajadores que se están arriesgando por sostener una idea de comunidad, a veces hay que poner todo el optimismo de la voluntad para no perder la fe en la humanidad. Para no suscribir el credo de Mark Twain: “Yo no pregunto de qué raza es un hombre, qué religión profesa, ni en qué país ha nacido. Me basta saber que es un hombre, peor que eso no será”.