El ritual gastronómico empieza con una invocación: a santa Marguerite Yourcenar, que pasó las últimas 3 décadas de su vida en Petite Plaisance, una retirada casita en Maine, dando curso a incitantes letras y deliciosas recetas solo rodeada de su huerto, de sus especias, de Grace Frick, de sus máquinas de escribir. Yo apenas tengo una máquina de escribir en desuso y carezco del eximio talento de la autora de Alexis o el tratado del inútil combate, a la vez que extraño el auxilio del delivery nutricio que me salvaba de mis paupérrimos conocimientos de arte culinario. Decido hacer de carencia virtud y poner manos a la obra con alguna receta familiar, cuyo perfume recuerdo con nostalgia. La mise en place, previa consulta con una amiga: tres huevos, dos papas, una cebolla, aceite. En camino, pues, una tortilla de papas que significará mi debut obligado en estos días de confinamiento, previa rogativa a la Santa. Así las cosas, me vengo a enterar de que los fogones tienen razones que desconocía: no haber pasado por agua hirviendo las papas unos minutos previamente a la fritanga se hace notar (¡cómo demoran en ablandarse las rodajas, por favor!); el fuego, demasiado alto, quema la cebolla; se me va la mano con la pimienta… La muerte a pellizcos, caray. Encima, no sé bien cuál es el punto de los huevos batidos. Detalles salvables igualmente hasta que irrumpe inesperado enemigo final: el hueco de 10 centímetros que separa la cocina de la mesada. Una vez que me parece cocido el menjunje, con la tapa de una olla y terror de quemarme, giro para darlo vuelta y mi muñeca falla, cayendo el intento de tortilla al vacío total, junto con mis lágrimas de impotencia que ruedan a borbotones. La buena noticia es que descubro que el llanto aligera mi angustia de estos días de cuiqui sci-fi, aunque los jugos gástricos en marcha se tienen que conformar con un huevito frito en un poco de oliva que sí, me sale casi perfecto.
Descubro además que ver algunos capítulos de las 4 temporadas de Masterchef Celebrity España no me ha dado lo que en la cocina solo se logra con la práctica. Sin embargo, al día siguiente, victoria: logré, no sin esfuerzo, descamar una merluza negra siguiendo el ejemplo de Santiago Segura, a la sazón participante de la season 3. Y luego: enharinar un cachito, vuelta y vuelta en la plancha con un poquito de manteca y una sal con especias ahumadas que incorporé a mi alacena en esta nueva etapa. Hago mucho a la plancha estos días gracias al teflón, mi salvador de cebollas con pellizco de azúcar que caramelizan a fuego lento y van de diez en ensaladas, acompañando carnes o un simple puré de batatas, zapallo. Y también levantando el ánimo de un simple sánguche de berenjenas (planchadas, sobra aclarar).
Mientras evalúo apuntarme a las clases online de Juliana López May (opción pre-principiante, si las hubiere), me entero de las bondades de una dieta equilibrada, de las virtudes de ciertas frutas, de que al armar el menú del día hay que tener presentes los colores: rojo, amarillo, verde, azul. Y sobre todo, asumo lo rico y barato que puede ser cocinar en casa cosas simples como un par de tiernos zapallitos crudos rallados grueso, más un huevo, harina leudante, ajo y una cebollita roja hecha trizas, que redunda en una mezcla liviana que da para hacer tres tandas de tortitas chatas en la susodicha plancha con gotas de aceite, también vuelta y vuelta. Y voy sumando a la nueva dieta sanita nueces, semillas, granos integrales, féculas, avena precocida. Frutas enlatadas, lentejas, garbanzos, quinoa, porotos están ok y duran una barbaridad. A este respecto, hay que decir que puesto en remojo la noche anterior con una pizca de bicarbonato (lo vuelve más tierno), el modesto garbanzo me permite improvisar un humus de rechupete (procesar con un diente de ajo, 2 cucharadas de aceite de oliva, jugo de limón, sal, pimienta; espolvorear luego con pimentón). Un humus que me reconforta y me regala un momento de felicidad. No por nada llaman al garbanzo “el prozac de los pobres”, corroboro con la panza llena y el corazón contento…
Sin ánimo de pasar por experta, ya aprendí varios rebusques: limitar los alimentos ultraprocesados, el alcohol, el exceso de sal, los edulcorantes artificiales y otros aditivos. Un efectivo consejo de una tía ante mis reiteradas cefaleas (inducidas por el encierro): menta, menta, menta, ya como hierba fresca o seca, ya en aceite esencial. La otra batalla es no dejarse vencer por el “hambre emocional” que empuja a picotear cual gallinácea. Lo cual me recuerda a una noticia aviar de alcance nacional: Su Giménez no sabía prender ni el horno pero hizo un pollo (que no estaba vivo). Novatas del mundo, unidas por el mismo berenjenal…
Para ir cerrando el menú, sugerencias de Yourcenar (su recetario recopilado, con ensayos de Michèle Sarde y Sonia Montecino que relacionan su literatura con su comida, en el libro La mano de Marguerite Yourcenar): "Comer solo lo que es estrictamente necesario / Degustar con plenitud y reflexión; lo contrario sería muestra de ingratitud / Desdeñar toda preparación que no sea de una sencillez encantadora / Beber un poco de vino a la noche como una medicina deliciosa / La cerveza, alimento líquido. La sidra, esencia del huerto / El té, caricia de Buda. Medicina ligera, apoyo casi espiritual. / El café, auxiliar ya demasiado potente. Un poco a la mañana y en el día a grandes intervalos en casos de fatiga". Aunque no lo crean, me lanzo mañana a hacer pan casero, siempre bajo el ala protectora de Marguerite…