Desde París
A veces las cosas se lanzan por ahí, sin que nadie las convoque o las organice. Hace rato que atraviesa la ciudad y se cruza en el camino, como si me golpeara el hombro para que me acordara de algo. Por eso hoy me acerqué hasta su casa. Siempre me ha costado volver. El recuerdo del último encuentro con Cortázar me estremece aún. Estaba solo en su departamento, ya había fallecido Carol, su compañera, y unos días antes se le había roto el grabador de cinta Uher donde, como buen melómano, grababa los discos. Tenía los ojos tristes y pesados como esos niños que extrañan a sus padres. Recordar una tristeza también puede ser entrañable.
Unas semanas antes de ir, apareció en un restaurante, después en el Métro con aquella mujer que iba leyendo un libro suyo, luego se asomaron esos chicos argentinos delante de la estatua de San Martin y el comentario que hacían sobre su obra, un tiempo más tarde la rayuela pintada sobre la vereda de la rue Faidherbe, delante de un negocio que vende discos usados y cuya vitrina está enteramente cubierta con discos de vinilo, en su mayoría de jazz. El negocio se llama Le Silence de la Rue (El silencio de la calle). Luego surgieron las dos rayuelas, una azul y otra amarilla, trazadas en la vereda de la Cité Chabrol, donde me mudé unos días cuando empezó el confinamiento para estar cerca de los hospitales y poder realizar reportajes sobre el trabajo de los médicos. Antes de que París se asemejara a un imperio abandonado hubo aquella inaudita secuencia en el bar de Maurice, en la Rue Froidevaux. El siempre pensó que esos encuentros eran mensajes exclusivos del destino. A fuerza de sumar coincidencias tan conectadas entre si, con esa frescura cargada de sentidos que tiene el azar, era necesario prestarle atención. Por eso fui hasta su última casa. Lo que pasó en la puerta del edificio fue un epilogo mágico que vino a completar todos los demás azares, y el previo, el más contundente.
A veces abrimos puertas y no sabemos a donde dan. Así empujé la puerta del bar de la Rue Froidevaux para una pausa-café. Había une mujer sentada en una mesa junto a la ventana y un hombre en la barra conversando con el mozo con una valija a sus pies. La conversación estaba suavemente envuelta en un tema de jazz sonando en el local. Hablaban de música. El cliente le decía al mozo que por más que buscara una referencia, nadie, absolutamente nadie había llegado a plasmar el tempo, la febrilidad, el fraseo y la creatividad de esa música como él. Presentí que hablaban de algún músico de jazz. El cliente se expresaba con mucha pasión. ”Tenés que leerlo, te prometo, todos los poetas de la Beat generación (Allen Ginsberg, Jack Kerouac, William S. Burroughs) que buscaron escribir igualando la estructura del jazz son poco comparados a la musicalidad de este escritor. Todo lo que leas de él es como escuchar palabras convertidas en pura música. Es de una creatividad mutante prodigiosa. Para empezar, te recomiendo el cuento El Perseguidor”. Cuando dijo el título lo miré asombrado. El cliente notó mi curiosidad y dijo, mirando simultáneamente el interés del mozo y me asombro, en tono de sabio consejo: ”Al que le gusta el jazz y la literatura, este es un autor perfecto”. Lo conozco, le dije enseguida. Es un autor argentino, Julio Cortázar, yo soy argentino y, además, Julio Cortázar está acá, justo enfrente. Giró sobre el taburete y exploró la calle. ”¿ Acá”, preguntó, entre incauto y desconfiado ? Bueno, es una forma de decir. Murió hace muchos años, pero está enterrado en el cementerio de Montparnasse.
La Rue Froidevaux bordea todo el cementerio de Montparnasse, termina en la Avenue du Maine y empieza en la Place Denfert-Rochereau. Allí está el hotel Floridor, donde el filósofo alemán Walter Benjamin se refugió un tiempo antes de escapar de París y morir luego en la frontera con España cuando huía de los nazis (Portbou). Benjamin es uno de los grandes representantes de la famosa escuela filosófica de Fráncfort, cuyo maestro no fue otro que Theodor Adorno, nombre que llevó uno de los dos gatos de Cortázar. El cliente que tanto admirada a Cortázar había pasado uno días en ese hotel. Su homenaje al gran Julio no era el único con el que me había cruzado en París. Jóvenes oriundos de todo el planeta protagonizaban desde hacia años una peregrinación secreta sobre las rutas de Cortázar. La observación del viajero era muy acertada. Rayuela es un libro escrito con las tripas de la música, es un libro de búsqueda. Como el piano de Thelonious Monk, toca las notas al revés y al derecho. Como la estela infinita del saxo de John Coltrane, Rayuela asciende en un juego de geometrías simétricas donde, de tanto en tanto, se cuela ese testimonio exquisito, único, jamás reproducido por otro artista: la música de John Coltrane es la obra de un hombre que, al mismo tiempo que toca, está buscando su propia armonía interior. La memoria moderniza a los olvidados y concilia las oposiciones. Tanto se ha dicho sobre Rayuela que la prosa crítica y prejuiciosa tapó la obra: que es un libro cursi, pasado de moda, que sólo representaba la ideología de un pequeño burgués fascinado con París, que es un libro adolescente, machista, una novela congelada en los años 60, etc, etc. La argentina tiene la memoria de pelotón de fusilamiento. Desde luego, el París de hoy no cabe en las páginas de Rayuela y el París de Rayuela sería un ensueño en el de hoy. Sin embargo, el libro no se hubiese filtrado ahora con tanta autenticidad si no estuviéramos viviendo en cuarentena. La ciudad cerró el telón de su propio espectáculo y quedó al desnudo; en esa desnudez brota Rayuela, su búsqueda, la irracionalidad de la vida, el aislamiento, la soledad, la inseguridad intima, la capacidad de jugar, el amor, la música y la ciudad como escenario sinfónico y complejo de la condición humana.
Este proceso inusitado de hechos y signos que empezaron a sembrarse por París con Rayuela como lazo vinculante y la mudanza provisoria al distrito nueve hicieron que fuera hasta su departamento de la Rue Martel. Pensé, ya casi en la puerta, que todo lo que había estado ocurriendo venía de una mano que fue arrojando, desde el infinito de la vida, notas musicales que llenaron un pentagrama con una melodía ordenada. Sobre el muro de entrada del edificio hay una placa que recuerda su estancia allí, y que escribió Rayuela. La placa no está por la voluntad del Estado argentino, sino por la insistencia de una italiana admiradora de Cortázar que, cuando se mudó, se enteró de que allí había vivido Julio Cortázar. Removió todas las rayuelas burocráticas y consiguió que se colocara la placa. Ahí estaba, inseparable de la eternidad de la memoria y, en ese instante, con el muro impregnado de una nota una musical añadida, deslizada por una mano que la colocó a “Deshoras” (título de su último libro de cuentos). En la puerta del edificio había un afiche con la foto de un gato llamado Oops que se había perdido. El cartel pedía que se llamara a un número de teléfono si alguien encontraba al gato. El día de su desaparición, el 14 de marzo de 2020, coincidía con el día en que, en Francia, entraron en vigencia las primeras medidas de confinamiento. El gato Oops se esfumó cuando todos nos adentramos en el cautiverio del virus. Cortázar tenía una gata, Flanelle, cuyo cuidado, cada vez que se iba de viaje, recaía en otro de los escritores-gatos argentinos que vivieron en París, Osvaldo Soriano. Oops y Flanelle y Cortázar y París escondida en si misma y Buenos Aires y el mundo y los duendes de las palabras y la puerta de la casa del escritor-gato donde se había perdido un gato. Ya conocemos la primera frase del libro: “¿Encontraría a la maga ? Sí, la vamos a encontrar, la Maga y las Magias y los Magos. ¿Saben que ?: vayamos corriendo a la biblioteca a buscar Rayuela para leerlo otra vez o descubrirlo. Vous savez quoi ? No importa cómo lo lean, si al revés, al derecho, en el orden que sugiere Cortázar o en desorden. Basta con el gesto de abrir Rayuela y leer la novela al azar, en cualquier página. Es una obra maestra, es un libro de música y de músicas, que se lee y se escucha, es un libro de restauración, de amor, de interrogantes, de gente perdida que se busca, como nosotros. Estamos confinados, amenazados por la enfermedad y la muerte, estamos buscándonos sin saber si, algún día, volveremos a encontrarnos. Ahí está, festiva y gratuita, genial y fastidiosa, la Rayuela parisina que nos dejó Cortázar. Es nuestra y de la humanidad.