Resulta una verdad de perogrullo recalcar la importancia de las relaciones exteriores. La obviedad de esta afirmación es poco profunda. Esta sentencia debe ser alimentada por múltiples factores que pueden oscilar entre lo político y lo económico-social. El problema no son las relaciones en sí, sino las formas de construcción y configuración de un perfil económico y social relativamente autónomo.
El neoliberalismo, en su afán por eclipsar las fronteras nacionales vía globalización,transnacionalización y demás derivados teóricos y culturales, opera despojando a un país (e incluso a un bloque) de toda iniciativa productivista e independiente. En este punto, los proyectos populares entran en contradicción con los cánones del neoliberalismo. Luego de la debacle de 2001, estas tensiones comienzan a visibilizarse dando por resultado un nuevo posicionamiento exterior de Argentina y de otros países de la región.
En el marco de la Cumbre de América Latina y el Caribe de fines del 2008 y con la nueva crisis económica, financiera y política con epicentro en los Estados Unidos como telón de fondo, Cristina Fernández de Kirchner planteó la necesidad de introducir cambios en el sistema general de decisiones soberanas. Esta iniciativa marca un quiebre en la jerarquía y en las relaciones de poder de las instituciones internacionales (ONU, FMI, Club de París) impuestas luego de la segunda posguerra.
Dicha configuración ya perimida no puede dar cuenta de los nuevos desafíos ni acompañar a los países en desarrollo que hallan en la estructura clásica de resolución de disputas escollos insalvables. En este contexto, se pone a consideración la idea de construir un nuevo “sistema de decisión” internacional que abarque al conjunto de los países respetando la esencia original de los organismos internacionales creados en la posguerra.
Obviamente Alberto Fernández es consciente de las asimetrías económicas y sociales que imperan en el mundo. Un sistema internacional con este trasfondo es, a todas luces inviable al menos que, a nivel político se armonicen y coordinen los pasos a seguir. En síntesis, los esfuerzos por la universalización de los mecanismos de decisión en un mundo que evidentemente mutó de una bipolaridad a una multipolaridad representan uno de los desafíos.
Si se plantea el tema de las relaciones internacionales no se puede eludir otro tópico que le sirve de sustento: el papel de la historia en nuestra cultura. A diferencia de Mauricio Macri donde una superficialidad infantil recubría insulsos discursos en foros internacionales, hoy la apuesta es otra: no disertar en un sentido meramente enumerativo, discursivo, neutro o premeditadamente despreocupado, es decir, no-político. Al contrario, debe rediscutirse en profundidad el lugar de la Argentina posmacrista y volver a pensarnos (desafío nada fácil para Alberto Fernández si es que está dispuesto a darla). En definitiva, quitándonos el lastre liberal mitrista que nos contó nuestra propia historia, el camino hacia una salida autónoma e independiente podrá cobrar sentido.
Como es evidente, el neoliberalismo intenta difuminar el carácter nacional de los estados. Cuenta para ello con un formidable bagaje teórico y comunicacional. Esta avalancha debe ser combatida desde las ideas, de allí la batalla cultural que se verifica entre un polo que apela al libre mercado como único contralor social y un bloque que aspira a consolidar una alternativa nacional y soberana.
¿Cómo debemos pensar el término “independencia”? Está claro que no desde la simple expresión verbal sino desde la crítica y profundidad. No es un término que paste libremente en la escena nacional. Es una base a robustecer pues de ella depende gran parte de la suerte de la sociedad, su distribución del ingreso, sus libertades. En esta línea de pensamiento, la independencia deber ser política, económica y sobre todo profundamente democrática e inclusiva.
Si se habla de “libertad” en un sentido amplio se puede derivar que un monopolio u oligopolio es un obstáculo para su desenvolvimiento pleno. Esta problemática debe ser puesta en cuestión. Aquí se desenmascara un punto que el neoliberalismo intenta imponer culturalmente: la supuesta racionalidad en la distribución que realiza el mercado (el de mercancías, el de información).
En este mundo idílico (dirá el neoliberalismo) todos los habitantes gozan de las maravillas del mercado. El gran problema es que tanto mundialmente como internamente las relaciones económicas están dominadas por grandes grupos económicos que no solamente fijan los precios y presionan sin miramiento, sino que concentran (en el caso de la comunicación, alimentos y medicamentos) la gran cantidad de mercancías que consumimos cada día. Dado este diagnóstico, el Estado debe intervenir subsanando estas fallas.
Las consecuencias del brutal neoliberalismo asumido como mascarón de proa de la última dictadura cívico-militar, de los tristemente célebres años noventa y de los años macristas están a la vista. Esta deuda debía ser atendida. La fórmula no era ni es la pregonada desde sectores reaccionarios, conservadores, medios de comunicación concentrados y gurúes económicos. Este camino del ajuste estructural debía ser cambiado por otra concepción, otros métodos que aseguren las condiciones de oportunidad y de trabajo paratodos y todas.
Mientras haya distribución regresiva del ingreso, accesos a la educación y a la salud desigual, habrá pobreza. De allí se deriva que el trabajo y la inclusión como conceptos aglutinantes deben comandar la reconstrucción del país desoyendo aquellas voces que proponen recomponer en primer lugar la tasa de ganancia de las empresas privadas y en segundo término derramar los excedentes (si los hubiera) al resto de las clases sociales.
El crecimiento económico no es necesariamente desarrollo. El fin último de todo proyecto político debe ser el desarrollo social y no la mera acumulación de riqueza en pocas manos pues reproduce el esquema de pobreza y potencia una espiral de violencia.
Si bien el concepto humanización de las relaciones de producción se remonta a finales del siglo XVIII, las Encíclicas papales son cada vez más contundentes. En esta línea están trabajando fuertemente el Papa Francisco, Alberto Fernández y el ministro de Economía Martín Guzmán. El tiempo dirá si el capitalismo pudo asimilar rasgos de humanidad o solo fue una de las tantas batallas ganadas por este último a quien varias veces se expidió su certificado de defunción pero aún continúa respirando.
* Licenciado en Comercio Internacional, Universidad Nacional de Quilmes (UNQ); magister en Historia Económica y de las Políticas Económicas, Universidad de Buenos Aires (UBA); doctorando en Desarrollo Económico, Universidad Nacional de Quilmes. Miembro del Centro de Economía Política Argentina (CEPA).