Desde Barcelona
UNO Todavía resonando en los tímpanos de sus ojos Mac y su contratiempo –la nueva novela “con ventrílocuo” de Enrique Vila-Matas– Rodríguez escucha en las pupilas de sus oídos a todas esas voces que le hablan nada más que a él; porque es él quien se habla a sí mismo. “¿Hay alguien ahí?”, se pregunta. “Sí: yo”, se responde. Y todo queda en casa, aunque no necesariamente entre amigos; porque uno jamás termina de conocerse a sí mismo y, en más de una ocasión, apenas se reconoce. Tal vez, por eso, de tanto en tanto se busca la compañía del hablar solo y a ver y a oír si así… De ahí y por ahí, conversación privada, monólogo interior, voz de conciencia tardía o de demencia más o menos precoz. Algo como una de esas visitas inesperadas que golpea a las puertas de tu cerebro sin llamar antes para decirte, como por móvil descompuesto, un “Salgo para allá, llego pronto, no hace falta que me esperes levantado, deja la llave dentro de la maceta de esa planta a la que le hablas más que a tu esposa”. Así, el cruce de esa fina línea que separa al hablar solo (conducta hasta no hace mucho preocupante, pero ahora socialmente aceptada y hasta considerada cool si se lo hace en el boca a boca de la pantalla de un iPhone) del que te hablen solamente a ti para convertirte en el ventrílocuo de ti mismo.
O en el muñeco.
Da igual.
DOS Y Rodríguez se acuerda de una canción de Cheap Trick. Infravalorada banda de su adolescencia surgida en las playas de la New Wave que tenía la particularidad de contar con dos guapos y dos nerds y que acentuaba aún más esta particularidad psicótica combinando el power-pop norteamericano más radial FM con delicadas radiaciones beatle. La canción que ahora recuerda Rodríguez –y que canta sin abrir la boca para que resuene en la bóveda de su cráneo– se llamaba y se llama “Voices”. Y era una sensible balada romántica que terminaba con un ominoso crescendo que parecía convertir al en principio enamorado en alguien demasiado parecido a ese hijo de su madre llamado Norman Bates. Y la canción empezaba cantando un “Nunca supiste lo que estabas buscando / Hasta que oíste esas voces en tu cabeza”. Y tantos años después Rodríguez oye voces, sí; pero ni idea de lo que busca; porque sus voces no afirman sino que preguntan. Y la pregunta es: “¿Qué estás buscando?” o, peor aún “¿Qué era eso que ya nunca vas a encontrar?”
TRES Mejor, entonces, no hablar solo y hablar sólo de lo que no está ni estará allí y sí de lo que aparece cuando no se lo esperaba. Como ese libro que acaba de publicarse en Estados Unidos. Uno de esos ensayos científicos que se leen como la mejor de las novelas de suspenso. El libro se llama The Voices Within y su autor es Charles Fernyhough: profesor de psicología en la Durham University de Inglaterra quien, en las primeras páginas, se confiesa orgulloso de ser uno de esos que andan hablando solos por ahí y que, a continuación, analiza y mapea lo que denomina como “pensamiento dialogado”. Algo que ha estado presente dentro nuestro desde el principio de los tiempos y que ha resultado trascendental para santos, para deportistas, para escritores y para esa vecina a la que días atrás Rodríguez escuchó insultando a la Infanta Cristina (quien a su vez, cuentan, se dijo a sí misma en voz alta y por los pasillos de un tribunal un “Qué ganas tengo de que acabe esto para no volver a pisar este país”) mientras el ascensor se detenía entre dos pisos.
En su libro Fernyhough cataloga acentos graves y agudos que van desde la esquizofrenia alucinatoria al eureka epifánico; desde la repetición mnemónica al mantra karmático; desde la narración en off en todos esos films noir hasta esa voz humana que no atiende el teléfono; desde el Diablo poseyéndote y haciendo que hables en lenguas hasta al perro del vecino del Hijo de Sam ladrándote instrucciones precisas para esta noche; desde el decisivo “¿Tinto o blanco?” al intrascendente “Has sido escogido para una misión que sólo tú puedes llevar a cabo y que cambiará la historia de la humanidad”; desde Mrs. Dalloway a Molly Bloom; desde la autosugestión antes de un examen médico al autointerrogatorio antes de un examen oral; desde un conejo gigante llamado Harvey al que sólo algunos bendecidos pueden ver hasta un Dios invisible y siempre furioso aturdiendo a Adán y a Eva, a Caín, a Noé, a Abraham con reclamos de feroz y demandante Idishe Pape. Y vaya uno a saber lo que le dijo (el hijito de Rodríguez no ha dejado de llorar extático y de creer en él desde entonces) antes y durante y después del partido al Barça de la remontada de hace unos días. A Elijah, sin embargo, Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Pronunciado se dirigió con –en hebreo– un kol demamah dakah o “el sonido de un esbelto silencio”. Jesús, dicen, no alzaba tanto su voz. Y acabó hablando solo en la cruz. Y Juana de Arco padeció las migrañas de cientos de ángeles parloteando y aleteando al mismo tiempo y así le fue. Y sólo faltan en el libro Charles Francis Xavier futuro y senil y crepuscular de la recién estrenada Logan (afortunada e hiperviolenta mutación de Marvel Comics cruzada con Cormac McCarthy a la altura de Meridiano de sangre), tan solitario y parlanchín al sur del Río Grande y al otro lado del Muro. Y ese náufrago de la Segunda Guerra Mundial en la vieja Skull Island del nuevo Kong preguntándose si está hablando en silencio o si lo escuchan hablar. Y también, parece, el Donald Trump perdido en la Casa Blanca y hablando solo a través de esa nueva voz loca para solitarios: Twitter. Y, claro, Fernyhough también reporta novedades neuronales-fisiológicas acerca del misterio. Fibras uniendo hemisferios que explicarían todo lo olímpico que oyeron Aquiles y Odiseo y que –con el paso de los siglos y las prosas– se fueron debilitando y desapareciendo, provocando nuestra falta de contacto con los dioses y nuestro aumento de cariño por todos esos amigos on line a los que jamás llegaremos a conocer pero que, igual, son divinos.
CUATRO Lo que lleva a Rodríguez hacia la voz de otro libro junto a aquel. El de Sherry Turkle –profesora del MIT– y acaba de traducirse como En defensa de la conversación. Lo que le preocupa a Turkle es la decadencia y extinción de la conversación en vivo y en directo y el crecimiento y expansión del monólogo supuestamente dialogante a distancia. Algo que, según Turkle, “nos llevará a perder lo que nos diferencia del resto de las especias: nuestra humanidad”. Turkle advierte que “Hemos pasado de estar en una comunidad a tener la sensación de estar en una comunidad, de la empatía a la sensación de empatía… Chateamos en funerales”. Y el creerse que ya nunca se está solo acaba con la necesidad de buscar y encontrar buena compañía, concluye Turkle no sin antes recontar esas tres sillas del solitario y bien acompañado Henry David “Walden” Thoreau. La primera silla es cuando hablamos solos, la segunda cuando hablamos con amigos, la tercera cuando hablamos en el mundo profesional. Ahora, según Turkle, hay una cuarta silla que se ha sentado sobre las otras tres y las aplasta: cuando hablamos de las otras tres sólo y con y a través de máquinas a las que tratamos como si fuesen seres humanos de esos a los que tratamos como si fuesen partes de esa máquina. Así, el más espejismo que oasis fin de la soledad que, paradójicamente, sólo volverá más solitarias a todas esas enmudecidas personas hablando solas con la punta de sus dedos. Dedos que dejan cada vez menos rastro personal, porque de tanto teclear se les han ido borrando la identidad de sus huellas digitales. Mientras tanto, en su laboratorio, alguien sigue esforzándose en diseñar el emoji que signifique “hablar solo” sin darse cuenta de que ya existe: es el de todos los demás emoji.
Pero nadie se anima a decírselo a él o a sí mismos, claro.
La hija de Rodríguez es su amiga y seguidora y tiene su dirección y sabe todo sobre él y le escribe seguido, pero nunca va a conocerlo.